Columna de Óscar Contardo: Ciertos aires de familia



La traducción de Conversación en La Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa, involucró un intercambio epistolar entre su autor y el traductor estadounidense Gregory Rebassa sobre la manera de llevar al inglés la palabra “cholo”, una clave de la convivencia social peruana. Vargas Llosa le explicaba en sus cartas a Rebassa que si bien “cholo” era una palabra para señalar a un campesino (peasant), también tenía un componente racial, porque aludía al mestizo (half-breed), y a la vez podía ser una forma cariñosa de trato (una madre diciéndole “mi cholito” a su hijo) o un insulto (cholo de mierda). A veces una cosa, a veces otra, dependiendo de quién la dijera, cuándo la dijera y el nivel de rabia del momento. Ambivalencias espinosas que tienen como fuente común el color y el cuerpo de la pobreza en esta parte del mundo. Algo similar a lo que ocurre en Chile con la palabra “roto”, que en su origen alude al que no es blanco, pero tampoco indígena; una expresión que puede ser elevada al heroismo, con un monumento en una plaza pública del barrio Yungay, por las labores cumplidas en una guerra por el rotaje valeroso anónimo, o como un arma para herir la dignidad de alguien a quien se considera inferior. Expresiones ambiguas que sintetizan las jerarquías y distancias que persisten en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas que no acaban de dejar atrás del todo las pautas coloniales de poder, modelos de gobierno regidos por el paternalismo, untados por la sumisión, la pigmentocracia, el valor del linaje y los usos más efectivos y económicos de la crueldad humana. Rastros de un origen común que flotan en rostros ajenos y distantes, como ciertos aires de familia que se reconocen entre parientes lejanos.

Tras el intento de autogolpe del Presidente Pedro Castillo, el pasado 7 de diciembre, asumió el mandato constitucional la vicepresidenta Dina Boluarte, compañera de fórmula del exmandatario. No habría elecciones inmediatas. Sobrevino el descalabro. La grieta que separa políticamente la capital peruana de las provincias comenzó a supurar, el descontento cundió en el sur y en particular en las regiones con mayor población indígena, en donde Castillo había sido elegido por amplia ventaja. Eran también las regiones que se habían sentido ninguneadas por la élite limeña durante la segunda vuelta de las elecciones de 2021, cuando intentaron invalidar los votos que le dieron el triunfo a Castillo y beneficiar así a Keiko Fujimori.

Con Boluarte ya en la presidencia cundieron las movilizaciones exigiendo elecciones generales anticipadas y un congreso constituyente. Las comunidades campesinas convocaron marchas en dirección a Lima. Las manifestaciones se esparcieron salpicadas de violencia, saqueos y represión. En el momento en que escribo se contabilizan, según Deustche Welle, 60 personas muertas durante las jornadas de protestas que se extienden por casi dos meses en distinas zonas de Perú. Como referencia, en Chile murieron 34 personas durante las protestas de los meses del estallido, es decir, entre octubre de 2019 y marzo de 2020.

La respuesta del gobierno peruano para las movilizaciones fue considerarlas expresiones terroristas, una manera de ver las cosas a la que adhieren la mayor parte de los medios, que tienden a describir las protestas como el fruto de una subversión inoculada por agentes externos sin balancear el diagnóstico con hechos tan relevantes como la debacle institucional de larga data: siete de los últimos expresidentes peruanos han sido investigados por corrupción. Basta indicar que la contendora de Castillo en la última elección, la heredera del expresidente Alberto Fujimori (condenado por homicidio y corrupción, entre otros delitos), enfrenta un proceso por presunta organización criminal para financiar campañas políticas. Elementos como el excesivo centralismo político o el abuso que acusan las comunidades del sur por parte de las empresas mineras pierden peso en los análisis de la prensa sobre esta crisis. Lo más fácil es subrayar la subversión y evocar la existencia de un enemigo interno.

El pasado 18 de enero una dirigenta estudiantil de Cusco, que había llegado hasta Lima, advertía en una conferencia de prensa que a ella y a sus compañeros ya no los pueden asustar acusándolos de “terruqueo” (terrorismo), una estrategia habitual para descalificar las críticas políticas, porque ellos, a diferencia de sus padres, estudiaron en la universidad, “y sabemos que lo que ha hecho el Congreso es atrapar al Ejecutivo”. Tres días más tarde la policía limeña ingresó a la fuerza a la Universidad de San Marcos, en donde se alojaban dirigentes estudiantiles y sociales de provincia que habían llegado en caravana a la capital, arrestando a cerca de 200 personas. El jueves recién pasado, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos de Perú calificó como “crímenes de lesa humanidad” la respuesta del gobierno de Boluarte contra las protestas, denunciando detenciones arbitrarias, ejecuciones extrajudiciales y violencia sexual.

El escritor peruano Marco Avilés, a quien conocí después de haber leído su libro de crónicas titulado De dónde venimos los cholos, recuerda que durante las manifestaciones del año 2020 “bastaron dos muertos en Lima para que el gobierno de Manuel Merino (que reemplazó a Martín Vizcarra) se cayera. Ahora, la gente comenta esa diferencia evidente, porque con 50 muertos del “interior”, el gobierno sigue en pie”.

En las redes sociales un video muestra a una mujer campesina preguntándole a un policía por qué los reprimen a golpes, y el uniformado le responde: “Porque ustedes son como perros”.

Los latinoamericanos hemos sido criados para subrayar mutuamente las diferencias con nuestros vecinos, o lo que es casi lo mismo, buscar en ellos los vicios que nos sirvan como un consuelo para resignarnos a nuestros propios defectos. No somos como ellos, nos repetimos, para no enfrentar, quizás, que hay más semejanzas de las que estamos dispuestos a aceptar, que a todos nos distingue un cierto aire de familia que es mejor ignorar, porque si lo vemos de cerca corremos el riesgo de reconocernos en nuestro propio laberinto, nuestra misma oscuridad.

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