Se vende hotel en Quidico

Durante 20 años el Hotel Curef fue el símbolo de una industria turística que trataba de abrirse paso en la caleta de Quidico, al norte de Tirúa. Hoy está cerrado, desvalijado y su dueño lo tiene en venta hace dos años: nadie quiere ir a meterse al corazón de la violencia rural en la Macrozona Sur.


Fernando Fuentealba pensó que había encontrado el paraíso. Eran los últimos meses de 2004. En ese entonces Fuentealba tenía 42 años, una familia con esposa y seis hijos, el control de su propia operadora turística y un estrés que lo perseguía. Por eso había decidido arrancar de Santiago hacia la casa de su abuelo, en Arauco. Sólo que, siguiendo por la Ruta P-72, 13 kilómetros al norte de la plaza de Tirúa, se detuvo a almorzar en un lugar de esa comuna que había conocido en su infancia: la caleta de Quidico.

Ahí había un hotel que llevaba cuatro años funcionado. Tenía un letrero de “Se vende”.

–El lugar era espectacular –recuerda Fuentealba–. Estaba justo frente a la playa, al lado de la carretera. Eran mil metros cuadrados, con 680 m2 construidos. Tenía 19 habitaciones con baño privado, restorán para 120 personas, una pastelería, estacionamiento y una piscina enorme atrás.

Mientras estaba en el comedor, otra cosa le llamó la atención. En las demás mesas había turistas extranjeros que viajaban hasta ese sector de 2.800 habitantes porque el viento y las olas de Quidico eran óptimos para el windsurf. Eso fue lo que lo terminó por convencer. Fuentealba le ofreció al dueño 100 millones de pesos y se los aceptaron. Eran, dice, los ahorros de su vida.

El hotel en pleno funcionamiento.

A comienzos de 2005 comenzó la nueva administración. Fuentealba se instaló en el hotel con su familia y comenzaron a renovarlo: cambiaron las reposeras de la piscina, implementaron calefacción central en las habitaciones y pusieron una pantalla grande para hacer karaoke. También le cambiaron el nombre a Hotel Curef.

–A un amigo se le ocurrió. Curef significa “viento fuerte” en mapudungún. Le puse así porque esta es una comuna donde el 90% es mapuche.

Fernando Fuentealba frente a su hotel.

Por las noches, el nuevo nombre brillaba en un letrero de neón.

Esos fueron los años buenos. El recientemente inaugurado camino asfaltado que unía a la caleta con Carahue trajo a muchas familias desde Concepción o de Temuco. Quidico, de pronto, se convirtió no sólo en un lugar de olas, sino también en una alternativa para el fin de semana. Y eso trajo más emprendimientos, como cocinerías y gente que construyó cabañas. Ivonne Iubini fue una:

–Todos teníamos buenas expectativas. Decíamos que Quidico iba a ser el Pucón chico.

El terremoto y el tsunami de 2010 frenaron eso. No tanto por los daños, sino más bien por el miedo de los visitantes a volver a una zona tan turbulenta. Sólo después de seis años logró reactivarse. Para el Curef, fue a través de un hito: la implementación de un programa del Sernatur que llevaba a adultos mayores a su hotel durante una o dos noches.

Pero, a lo lejos, algo estaba pasando.

Una vecina recuerda que empezó a escuchar de incendios en terrenos de forestales y sus trabajadores. Luego fueron disparos aislados y distantes, en medio de la noche. Y ya, hacia el final, árboles tumbados en la ruta que cortaban la carretera.

–Por esa época le dispararon al bus de un instituto y no los dejaron pasar a Quidico. Hasta ese momento veíamos esto como un problema externo, pero después de eso, ya no –cuenta Fernando Fuentealba.

Las reservas comenzaron a cancelarse. Lo mismo pasó con los programas del Sernatur. Todos argumentaban lo mismo: nadie quería exponerse a ese peligro. El equipo del Curef pagó los costos. Con menos huéspedes, pasaron de emplear a 13 personas, a funcionar con ocho.

“Ese –asegura Fuentealba– fue el punto de inflexión”.

Andar sapeando

Todos recuerdan cómo fue que se dieron cuenta de que el lugar ya no era el mismo. Para Ivonne Iubini fue la noche de 2017 en que, mientras regresaba de visitar a su hija en Concepción, cuando pasaba por la costa de Huentelolén, vio pasar una camioneta montada por hombres que llevaban rifles.

–Esa fue la última vez que manejé de noche–, dice.

Al año siguiente le quemaron la casa a Cecilia Ballocchi, en la costanera de Quidico. En la querella que la mujer de 68 años interpuso, cuenta que Bomberos no pudo llegar a socorrerla por los caminos cortados y disparos percutados esa noche por los seis encapuchados que iniciaron el incendio. “Hasta el día de hoy –dice el texto judicial– sujetos encapuchados siguen talando árboles para bloquear los caminos y continúan realizando disparos con armas de fuego, habiendo sido expulsada del lugar por no pertenecer supuestamente a la etnia mapuche”.

El 14 de noviembre de 2018, Luis Pedrero salió a ayudar a apagar un incendio en una casa en el norte de Quidico. Cuando llegó al fuego, le dispararon con una escopeta. Los perdigones se le incrustaron desde la mejilla izquierda hasta el tobillo. Tres días más tarde le quemaron su propia casa.

Fernando Fuentealba observaba cómo todos estos atentados empezaban a multiplicarse. Y cada vez sucedían más cerca de su hotel. Como presidente de la junta de vecinos, se reunió en 2019 con Sebastián Piñera, en una visita que el entonces mandatario realizó a la región cuando ya iban 10 residencias quemadas en Quidico. Poco después instalaron una tenencia de Carabineros en el sector y eso, explica el empresario, no les gustó a algunos:

–Un día, caminando de vuelta de comprar en el supermercado, unos comuneros me empezaron a gritar “Andái sapeando con Piñera. Te vamos a matar”.

El Curef, en tanto, seguía sin repuntar. Una extrabajadora de ahí recuerda que ya después del estallido social no vino nadie. Que ni siquiera los visitaban residentes de sectores aledaños los fines de semana, porque cortaban la carretera con neumáticos quemados los domingos por la tarde.

Hasta que llegó el 4 de febrero de 2020. A las 3.20 am, mientras los turistas dormían, un grupo de desconocidos disparó contra el hotel. No sólo dañaron ventanales y la camioneta de un grupo de huéspedes de Santiago, como consignaron los medios locales, sino que el atentado también vació las pocas habitaciones ocupadas del Curef.

Después del ataque de esa noche, el número 22 que se registraba en la zona, todos los pasajeros se fueron inmediatamente.

Aun así, las balas no se detuvieron.

El 6 de abril, luego de dos meses y cuando ya había toque de queda por la pandemia, volvieron a sentirlas cuando dos desconocidos percutaron sus armas contra el hotel a las 3.40 am. Las balas rompieron el ventanal de la entrada y perforaron la muralla. Adentro sólo estaba Fuentealba con su familia.

Ventana del hotel tras el baleo.

Nunca encontraron a los responsables. Ni los del primer atentado, ni los del segundo.

“En todas ellas –explica, por escrito, el fiscal jefe de Cañete, Danilo Ramos– no fue posible, hasta el momento, establecer la participación de algún sujeto determinado. Razón por la que las causas fueron archivadas provisionalmente”.

Con el turismo detenido, las balas aún incrustadas en su propiedad y los pistoleros sueltos, Fuentealba tuvo que hacer algo que no quería:

–Ya se hacía insostenible permanecer ahí con mis niños y mi mamá de 80 años. Tenía claro que significaba hipotecar mi vejez y la educación de mis hijos, pero tuve que cerrar mi hotel.

El paso siguiente fue comunicarlo. El mensaje quedó en su perfil de Linkedin.

“Necesito vender mi hotel, ¿alguien que me ayude?”.

Incluso hoy, pocos quieren conversar sobre lo que pasa en Quidico. Ni siquiera desde el Estado: Adolfo Millabur y José Linco, los dos últimos alcaldes de Tirúa, no estuvieron disponibles para este artículo.

La socióloga Daniela Dresdner llegó a liderar la delegación presidencial del Biobío en marzo de 2022. Desde ese puesto, cuenta por escrito, ha tenido que hacerse cargo de este problema “que no tiene una sola causa” y que tampoco “resolvieron los gobiernos anteriores”:

–Lo que sucede en Quidico es una situación que se viene arrastrando por muchos años y que incluye varios problemas. Entre ellos, existe violencia rural y delitos asociados al robo de madera, entre otros. Más allá de la calificación de los delitos, nos preocupa que se han visto muy afectadas las familias que viven en el lugar– responde.

Aun así, recomienda visitar la caleta:

–Por supuesto que sí. Es un sector hermoso de la provincia de Arauco que debemos potenciar.

Juan Antonio Señor, presidente de la Federación de Cámaras de Comercio y Turismo del Biobío, no recomendaría lo mismo. Lo encuentra demasiado arriesgado:

–Si me preguntas si iría a Quidico, te digo que no. Si me pagaras un millón de pesos por ir y volver, te seguiría diciendo que no.

La fuga

Iván Carilao insiste en que hay una historia que no se cuenta.

–Quidico tiene una conformación bastante cruda –explica el dirigente de la asociación de comunidades mapuches Identidad Territorial Lafkenche–.

Y ahí enumera: en Quidico y en todo Arauco, el Estado chileno comenzó a ejercer la violencia y despojó a las familias mapuches de sus tierras a partir de 1865. Familias como la Quintrileo, que tenían el título de propiedad sobre los terrenos donde se montó la caleta y cuyos descendientes buscan, hasta hoy, reparación. De Quidico también eran los seis hombres, cuatro mujeres y cuatro niños mapuches que se llevaron a Europa en 1883 para ser exhibidos en los zoológicos humanos, y esa historia, que es para llorar, repite, no la conocen en Santiago.

–Lo que sucede hoy día se veía venir –sostiene Carilao–. Se supone que hay una ley que atiende la demanda mapuche. Pero en el gobierno de Sebastián Piñera no se gastaron todos los recursos destinados para la compra de terrenos. De hecho, en Arauco hay unas 12 comunidades en lista de espera. Eso generó una olla a presión. Porque había abandono, racismo y discriminación. Son cosas que llevan a algunos a pensar que no tenían nada que perder. Pero nosotros no sabemos quién ejerce esa violencia. No nos carguen eso a los mapuches.

Además, dice Carilao, no haría sentido:

–Para nosotros el enemigo no es el vecino.

Ivonne Iubini era una vecina de Tirúa cuando en julio de 2020 un grupo de encapuchados la detuvo en Quidico:

–Me hicieron bajar el vidrio del auto, me apuntaron con fusil en la cabeza y me dijeron “winka tal por cual, tienen que irse de acá”. Yo iba con mi hijo atrás. Después de eso tuve que irme. Ahora vivo en Concepción.

Por ese tipo de riesgos es que, como dice una quidicana, prefieren salir en bus que en sus autos. Porque a los buses no les disparan.

Según cifras de la Multigremial, el año pasado se registraron 50 hechos de violencia en Tirúa: casi uno por semana y 40% más que en 2018. El mismo estudio muestra que un 56% de los ataques son atentados incendiarios. Los perjudicados, en un 45% de las veces, son personas particulares.

Fue así para Giovanni Barbieri cuando le balearon y quemaron su casa en el norte de Quidico, en agosto de 2020, y para Gladis Carrasco, que perdió su residencia cuando seis encapuchados le prendieron fuego a su propiedad en la madrugada del 13 de septiembre de 2020. Ninguno de los dos quiso quedarse en la caleta a recuperar lo perdido. Víctor Hugo Fulgeri también se fue por miedo. El transportista jubilado estaba en Angol cuando lo llamaron ese 21 de enero de 2021 para decirle que la casa que había construido durante tres años se perdía entre las llamas. Sólo pudo llegar a la mañana siguiente, acompañado de su hijo, cuando no había más que cenizas.

–Nos abrazamos y dije qué maldad más grande.

Fulgeri se reubicó en otra parte. Otra vecina del sector cuenta que tuvo que hacer lo mismo.

–Pasamos un tiempo en que la gente en Quidico no dormía por los disparos. Tenía amigos pescadores que me hablaban a las cuatro de la mañana, porque se turnaban con sus señoras para acostarse, mientras el otro miraba lo que pasaba afuera. Yo me fui de ahí por los disparos. Muchas veces me tocó esconder a mis hijos debajo de las camas.

La misma mujer puso la casa de su familia, con vista al mar, en venta. Eso fue hace dos años. Nadie consultó por ella.

–Hice publicaciones en grupos de Facebook de fuera de la comuna. En los comentarios me escribían: ¿Y viene con seguro de incendio y chaleco antibalas la casa? Tampoco podíamos ponerle un cartel de “Se vende” a la casa, porque era llamar a que la quemaran.

Fernando Fuentealba también terminó en Cañete, pagando arriendo con el subsidio a las víctimas de violencia rural y la jubilación de su madre, a quien cuida.

–Tuvimos que empezar a vender nuestros vehículos para sustentarnos. Mis hijos congelaron sus carreras, porque no estaban las lucas para seguir pagando. A los más chicos tuve que cambiarlos de colegio –cuenta el dueño del Curef.

El año pasado, contando su historia, Fuentealba compitió como candidato independiente al Consejo Municipal de Tirúa. Obtuvo el 4,4% de los votos y no le alcanzó para uno de los seis cupos. Todavía sigue pendiente de Quidico y lleva un catastro de cuántas casas han sido quemadas desde 2017: su conteo va en 67. Siguiendo reportes de redes sociales se enteró de cuando asesinaron a tiros a Jorge Huenteo, el 25 de febrero pasado, a plena luz del día, en la costanera de la caleta. Lo mismo que el baleo que sufrió la tenencia el martes pasado: el quinto en sólo tres años de funcionamiento.

Sus exvecinos todavía le escriben para contarle de su hotel. Así supo que le rompieron la entrada, que le robaron toda la implementación con la que equipaba la cocina y que los techos están llenos de hongos. Lo único que sigue igual son los impactos de bala en las paredes.

Así luce el techo del hotel hoy.

Cada tanto, Carabineros encuentra a alguien adentro. Esta semana, dice una antigua trabajadora, fueron tres okupas. En eso, cree, el hotel es como la caleta:

–Son lugares muertos en vida. Aquí a las 21.00 ya no queda gente en la calle y eso es por miedo. Yo puedo estar viendo que entran a robar a una parte, o prendiendo una casa, y prefiero encerrarme que avisar.

La mujer se detiene. Ya es tarde y tiene una pregunta:

–¿Podemos cortar? No quiero seguir hablando.

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