Columna de Ascanio Cavallo: Botar a Piñera

Ante inminentes costos electorales, algunos diputados de RN han planteado la necesidad de desmarcarse absolutamente de La Moneda.


Un horizonte extremadamente sombrío empieza a configurarse para Chile, tal vez el más oscuro en 50 años. El Parlamento intenta doblegar al Presidente hasta forzarlo a hacer cosas que van contra sus convicciones. El gobierno quiere someter al Parlamento a un disciplinamiento que no logra ni con sus partidarios. Es como si se plantearan así las cosas: o el Presidente se lleva puesto al Congreso, o el Congreso se lleva puesto al Presidente.

Esta frase fue escrita para retratar la Argentina del 2001; la consigna que la siguió fue “Que se vayan todos”. Y en poco tiempo la pobreza asoló a la mitad del país. Ese es el significado último de la ingobernabilidad, no importa quién la motive.

Antes de que se empiece a preguntar dónde estaba quién y por qué, puede ser útil buscar un punto de partida.

Después de la elección del Presidente Sebastián Piñera, nadie pensó en su derrocamiento por la fuerza, ni la material de la revuelta ni la simbólica de las leyes. Por enojosa que a algunos resultara su victoria, había tenido la amplitud suficiente para ser indiscutible. La cuestión de la integridad del gobierno comenzó mucho después, y no exactamente el 18-O del 2019, sino, para ser precisos, posiblemente en la noche del día siguiente.

El de ese día quizás no fuese el primer estado de sitio ridiculizado de la historia de Chile, pero permitió alentar la expectativa de que el gobierno podía caer, con La Moneda y la institucionalidad incluidas. El esfuerzo por derrocarlo tuvo su mayor despliegue en noviembre de ese año -el día 12 hubo una alerta para evacuar el Palacio-, pero luego el acuerdo constitucional, el fin de año, la laxitud del verano y, finalmente, la pandemia lo detuvieron a cierta escala. De manera enigmática, eso no sucedió en el Congreso, donde pervivieron las expectativas de que, por vía de la poco glamorosa confrontación legislativa, se llegase a lo mismo.

Primero, disputándole sus atribuciones (el “cogobierno”), luego quitándoselas de hecho (el “parlamentarismo de facto”) y enseguida ensayando un mecanismo jurídico para sacarlo de La Moneda (la acusación constitucional). No todo esto fracasó, porque de hecho el Congreso se apropió desde entonces de atribuciones que la Constitución le restringía.

La historia tendrá que consignar que encontró esos forados en el estado de catástrofe, indispensable para limitar la movilidad, declarar toques de queda y requerir la ayuda de unas reticentes Fuerzas Armadas para combatir el Covid-19. El estado de catástrofe no ha sido materia de gran discusión, pero algunos creen que sirvió para frenar la movilización callejera y otros piensan que abrió el espacio para el despliegue del jacobinismo en el Parlamento. Ese despliegue ha instalado el principio de abjurar del gobierno. Ayudarlo un poco es traición, ayudarlo mucho es crimen.

El presidente del Banco Central, el socialista Mario Marcel, demostró en el mismo Congreso la dudosa racionalidad del proyecto elegido para revivir las expectativas de destitución. Los retiros de dinero de las AFP no sólo no favorecen a los más vulnerables, sino que el 54% del dinero sacado en los dos proyectos anteriores está en las cuentas corrientes o en instrumentos de ahorro. Otra voluminosa parte ha sido gastada en casas comerciales, solventando deudas o alimentando más consumo. Nada en las ollas comunes o en los campamentos. ¿Llevar esto al Tribunal Constitucional es lo que motiva el derrocamiento de un gobierno?

No: es el objeto de una prueba de fuerza. Ahora se trata de que no acuda al TC. Allí podría perder, caso en el cual merecería ser destituido. O podría ganar, caso en el cual merecería ser derrocado. Se ha convertido en un motivo tan bueno como cualquier otro para profundizar el estado de ingobernabilidad, la inopia de un gobierno derrotado en forma aplastante en la Cámara de Diputados con los votos de quienes lo apoyaron para llegar al poder. Los opositores más radicales saben que Piñera es el Presidente más abandonado por su propia coalición, probablemente después de Allende. De la experiencia de la Unidad Popular se ha aprendido que la memoria de esas deslealtades perdura por decenios.

Nadie está preocupado de eso ahora. Chile Vamos desechó sus lazos con el gobierno en los días siguientes al 18-O y eso no ha hecho más que agudizarse día tras día, para llegar al clímax en que está hoy con la proximidad de las elecciones. La Moneda está repleta de historias de aliados que en privado se declaran leales, pero en público lo denuestan porque podrían perder sus puestos electorales.

El Presidente tiene una curiosa fascinación por la soledad. No le importa. Lo seduce cierta infatuación de la voluntad; sabe que le cobran cuentas nuevas y viejas, a veces muy viejas. Así ha ido su vida en la política. Pero esta vez es diferente. La ira de la oposición se siente en las puertas del Palacio. El país camina por una cornisa. Ante esa evidencia, el gobierno impulsa ahora un acuerdo tributario que pueda quitar la espoleta de la situación.

No se sabe si está a tiempo o es demasiado tarde. No se sabe si frenará el deseo de sacar al Presidente, cuya fuerza flamígera no tiene en cuenta que, si eso llegara a ocurrir, no habrá Presidente seguro por muchos años más.

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