Columna de Héctor Soto: El artista contra su sombra

La historia de Sergio Larraín es casi novelesca: habiendo dejado un legado formidable, que incluye varias de las fotografías más perturbadoras y bellas del siglo XX, es muy posible que nunca haya sido un buen juez de su propio trabajo.



¿Logra desentrañar el documental Sergio Larraín: El instante eterno (2021) los misterios que rodean la obra del legendario fotógrafo chileno? No, porque la mayoría de las veces los pasa por alto. ¿Logra al menos acotarlos? Sí, podría ser, aunque la cinta sugiere que prácticamente la totalidad de su vida estuvo marcada por sesgos de inconformidad personal y de descolocación en el mundo.

A diferencia de muchos artistas tempranos, Larraín, un joven desde siempre retraído y de intensa espiritualidad, demoró un tiempo en encontrar su destino. Parece haberlo encontrado cuando tuvo acceso a cámaras de cierta sofisticación mientras cursaba estudios forestales en Estados Unidos y cuando optó por trasladarse a Europa, porque estaba claro que la lejanía iba a ser un factor muy importante en su desarrollo personal. El país, la familia, su entorno social, y en particular la figura de su padre, Sergio Larraín García-Moreno, gran prócer de la arquitectura chilena, lo abrumaban hasta el rencor y en el extranjero, en cambio, pudo dar con dimensiones de sí mismo en las cuales difícilmente acá hubiera podido reconocerse.

No obstante haber tenido éxitos profesionales ampliamente reconocidos en la agencia Magnum y de haberse estabilizado en un matrimonio que debe haberlo hecho feliz, es posible que rara vez se haya sentido satisfecho y tranquilo con la vida que estaba llevando. Su célebre reportaje fotográfico a la mafia en Palermo, no obstante ser un aplaudido modelo de aproximación a la realidad, no era el tipo de trabajos que más le interesaba. Tampoco, por supuesto, su trabajo como fotógrafo del beau monde, incluyendo su cobertura oficial de estruendosa la boda del shá de Irán. Lo suyo por lo visto iba por registros más libres, por encuadres más raros, por composiciones que se definían más por lo que estaba fuera de campo que por lo que se incluía en el cuadro. Al final, en la mejor tradición de los artistas de matriz ascética, su arte consistía más en sacar que en poner.

El documental de Sebastián Moreno, el mismo realizador de La ciudad de los fotógrafos, es una buena introducción general al mundo de Larraín. Estando lejos de ser última palabra sobre la figura tremendamente enigmática del artista, recoge varios testimonios valiosos -los de las hermanas, del sobrino, de algunos curadores y sobre todo el de Lucho Poirot, quizás si el más revelador y pedagógico de todos- y compone con ellos una suerte de caleidoscopio que ilumina distintos aspectos de la vida y de la obra del artista, eso sí que sin profundizar en ninguno y dejando planteadas una serie de preguntas que no tienen respuestas fáciles. El espectador siempre quisiera saber más. Por ejemplo, hay algo de tributo pero también de acusación en las palabras del colega de Larraín en Magnus, el maestro checo Josef Koudelka, cuando dice que nunca pudo hacer efectivas todas las potencialidades que tenía como artista. El desencanto que él mismo, años más tarde, tuvo con la fotografía podría hacer pensar que en algún momento él también compartió esa sensación. Por eso es que terminó renunciando al mundo en términos tan perentorios y partió al norte, a Ovalle. Inició entonces un combate que era contra su propia sombra. El furor con que se entregó a la espiritualidad oriental, al movimiento Arica y a un esoterismo de bordes un tanto disociados dice mucho, hacia el final de sus días, de los muros interiores que lo cercaban y de la sed de trascendencia que siempre lo movió. Es una historia casi novelesca la suya: habiendo dejado un legado formidable, que incluye varias de las fotografías más perturbadoras y bellas del siglo XX, es muy posible que nunca haya sido un buen juez de su propio trabajo.

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