Columna de Nicolás Eyzaguirre: “Constitución y progreso económico”

Nicolas Eyzaguirre, economista, exministro de Hacienda. Foto: Andres Perez03 Noviembre 2021 Entrevista a Nicolas Eyzaguirre, Economista, ex ministro de Hacienda. Foto: Andres Perez

Hubo una segunda ola de reformas, predominantemente a fines de la Segunda Guerra Mundial, donde se consagró -particularmente en Europa Continental- el estado social democrático de derecho. No hay verdadera libertad si en común no garantizamos el acceso de todos y todas a un conjunto de bienes esenciales para la vida, a saber, la educación, la salud y la vivienda, entre otros.



Un tema de fuerte debate reciente es el efecto que tendría el texto constitucional en el progreso económico. Las críticas no se han hecho esperar y han recibido profusa difusión. Las hay de distinto tipo, pero las más estructurales apuntan a un supuesto deterioro de las instituciones que, conforme los más renombrados autores contemporáneos de historia económica, subyacen a la prosperidad que han alcanzado algunas regiones del mundo. Algunas de estas críticas tienen asidero, pero en mi opinión son adyacentes y, aún más, subsanables, mientras otras son exageradas y sobre todo parciales. Veamos algunas.

Se dice que el nuevo texto deterioraría la disciplina fiscal. La posibilidad de que el Parlamento inicie leyes que irroguen gasto es posiblemente la mayor amenaza en ese sentido. Mucho(a)s hemos advertido en contra de esta disposición, lo que afortunadamente se recogió en el acuerdo suscrito esta semana por los partidarios del Apruebo. Esta característica es propia de un régimen parlamentario, donde gobierno y mayoría del Parlamento son uno solo. Pero no es consistente con un régimen presidencial. Se advierten igualmente trazos de federalismo en la autorización a las regiones para emitir deuda y crear empresas públicas. Tampoco me parece apropiado y la ley deberá tomar las cautelas respectivas. En suma, esto es cierto pero subsanable, pues no está en el corazón de la propuesta.

Otras críticas apuntan a la propiedad minera y los derechos de agua, por ejemplo. En minería solo se iguala nuestro marco al de los principales países mineros del mundo desarrollado, donde los concesionarios no tienen propiedad sobre el mineral. Deben respetarse escrupulosamente los contratos, pero el Estado puede y debe ser socio en tanto propietario inalienable de los recursos minerales. Y ello permite cobrar royalties, pues parte de las utilidades de la extracción se explican por el valor del recurso. En el agua, aceptando su característica de bien común de uso público, será necesario diseñar un sistema en que las transferencias de derechos de agua, imprescindibles para la inversión agrícola, sean fluidas y no padezcan de discrecionalidad administrativa; eso se puede hacer en el marco del nuevo texto.

Hasta acá, críticas legítimas pero subsanables; otras exageradas. Pero lo más curioso es la acusación de que el texto debilitaría las instituciones que explican el crecimiento. Efectivamente, los primeros países industriales lograron despegar al derrocar a las monarquías absolutas, de suyo discrecionales, en eventos clásicos como la revolución gloriosa, la francesa y la independencia de EE.UU. Allí se configuran rasgos esenciales como la democracia, la libertad individual y los derechos de propiedad, que siempre habrán de ser preservados. Pero hubo una segunda ola de reformas, predominantemente a fines de la Segunda Guerra Mundial, donde se consagró -particularmente en Europa Continental- el estado social democrático de derecho. No hay verdadera libertad si en común no garantizamos el acceso de todos y todas a un conjunto de bienes esenciales para la vida, a saber, la educación, la salud y la vivienda, entre otros. Como lo han dicho estos mismos autores: sociedades inclusivas o de orden abierto. De lo contrario la concentración del poder económico termina produciendo las mismas características excluyentes y arbitrarias de las monarquías absolutas.

Y de eso se trata el nuevo texto, paradojalmente lo menos presente en la discusión actual. La ciencia económica enseña que el mercado incentiva la disputa por el llamado excedente del consumidor; en simple, que cada cual pague lo más a que está dispuesto para conseguir un bien o servicio. Por eso las líneas aéreas tarifican del modo en que lo hacen, las editoriales sacan primero las ediciones más caras, los productores de vestuario se esmeran en popularizar sus marcas y sus diseños etc. Diferenciación de productos y segmentación de mercados se le denomina. Y que me perdone quien ve reparos en ello. Esto suele ser positivo, pues posibilita también la aparición de productos de consumo masivo a precios más razonables.

Pero ello no es tolerable cuando se trata de derechos básicos, como salud y educación, porque son esenciales para la vida -lo que no ocurre con quien debe esperar la edición con tapa blanda o desistir de adquirir vestuario de las marcas más conspicuas-. Ese acceso común a bienes sociales es lo que es un estado social de derecho. La Constitución actual no lo permite. Más bien hace inmutable la segregación en el acceso a esos bienes sociales, al privilegiar los derechos individuales y bloquear las políticas que los hagan comunes. Hay demasiados ejemplos de rechazos a políticas de equidad por parte de los sectores conservadores en el Congreso, o finalmente en el Tribunal Constitucional. Así hemos llegado a la educación y salud que tenemos.

Esa es la discusión de fondo. ¿Queremos generar instituciones que garanticen un mínimo de equidad en el punto de partida, incluyendo a la mayoría en el pleno goce de esos derechos sociales, eliminando las discriminaciones de género, de credo o de raza y brindando oportunidades parejas en los distintos territorios, o continuaremos fomentando una sociedad segregada y desmembrada? Esa es la lección que nos dan los países hoy exitosos, que cambiaron el orden establecido no solo en siglos pretéritos, sino también con la construcción más reciente del estado social democrático de derecho.

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