Columna de Ricardo Lagos: Irak hace 20 años, el desafío de una decisión

Irak

Como país pequeño debemos saber aliarnos con otros para ser más influyentes y poder negarnos a las invasiones y a la violencia. Tener una voz fuerte y clara cuando las circunstancias lo exigen. Chile la tuvo en marzo de 2003.



Durante esta semana –específicamente el 20 de marzo– se cumplieron 20 años de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos. Una acción liderada casi totalmente por ese país, que desencadenó una violenta inestabilidad que perdura hasta hoy, no solo dentro del país atacado, sino que en todo Medio Oriente. Una operación militar realizada al margen de Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, del cual Chile formaba parte en ese momento. El debate previo a esa operación militar fue intenso y determinó una política de principios para Chile: dentro del derecho internacional y el multilateralismo, todo; fuera del derecho internacional, nada.

A fines de 2002 la ONU aprobó una resolución que dio inició a una investigación en Irak, y que definió una oportunidad final para que Saddam Hussein cumpliera sus obligaciones de desarmarse y demostrara que ya no tenía armas de destrucción masiva y, mucho menos, un arsenal nuclear. Todos esperaban que esa decisión fuera un ultimátum a Irak, readmitiera a los inspectores internacionales y obligara al desarme.

Cuando Chile pasó a integrar el Consejo de Seguridad, el 1° de enero de 2003, predominaba en Washington la idea de ir a la guerra contra Irak. Bajo el argumento de que ya habían atacado a Afganistán, en octubre 2001, dado que allí se refugiaba Al Qaeda –autores del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York– ahora cabía atacar a Irak, acusándolo de un segundo núcleo de apoyo “a los terroristas”. Según Estados Unidos, la resolución de 2002 bastaba para respaldar aquella segunda acción militar. Pero Reino Unido planteó la necesidad de una nueva resolución del Consejo que, en base a pruebas de armamentos escondidos, acordara invadir Irak. El Primer Ministro Tony Blair requería ese acuerdo para presentar la declaración de guerra en el Parlamento.

En febrero de 2003, el Secretario de Estado de Estados Unidos, Colin Powell, hizo una presentación ante el Consejo de Seguridad con fotos, mapas e imágenes de desplazamientos que, a su juicio, validaban la decisión bélica. Los argumentos sonaron poco convincentes. Chile y México, también miembro no permanente del Consejo de Seguridad, articularon una plataforma común, que solicitaban más pruebas antes de ir a la guerra. A ese diálogo se sumó luego Pakistán, seguido pronto por Guinea, Angola y Camerún.

Hubo presiones, llamados del Primer Ministro Blair y del presidente George Bush, como también algunas voces internas temiendo que el Tratado de Libre Comercio EE.UU./Chile no se aprobara a raíz de esta medida. En ese marco, fue pertinente demostrar solidez como país: si las pruebas no eran contundentes y los inspectores no podían demostrar la existencia de armas de destrucción, cabía decir No a la resolución que buscaba respaldar la guerra. Sin embargo Bush no quiso esperar, la invasión se produjo y el tiempo ratificó lo que el presidente de Francia, Jacques Chirac, contrario a la invasión, había anticipado: “Podrán ganar rápidamente la guerra, pero les será difícil ganar la paz”

Ha habido muchas interpretaciones acerca de lo que ocurrió ese 20 de marzo de 2003. La entrada de Irak en los conflictos globales comenzó oficialmente en 1991 cuando, luego de la invasión y anexión de Kuwait, una coalición, autorizada por las Naciones Unidas y liderada por Estados Unidos, atacó a Irak buscando liberar a Kuwait, lo que sucedió un mes después. En ese momento, el entonces presidente George H.W. Bush decidió retirarse de Medio Oriente y no participar de los conflictos existentes en este territorio. Sin embargo, esta política de no intervención cambió luego del 11 de septiembre de 2001. Ante el horror de las caídas de las Torres Gemelas y el ataque al Pentágono, el primer mandatario estadounidense decidió hacer lo que no hizo su padre: atacar con todas sus fuerzas el corazón de Irak y derrotar definitivamente a Hussein. Terminaron colgándolo, pero las armas de destrucción masiva nunca fueron encontradas.

Hoy Irak vive en el caos y no logra restablecer figuras políticas que gobiernen más con sus palabras que con sus armas. Allí la figura del clérigo musulmán chiita Muqtada al-Sadr crece con fuerza, pese a que nunca ha ostentado un cargo. Su perfil público comenzó justamente en 2003, cuando se alzó como uno de los líderes de la insurgencia contra la invasión de Estados Unidos. Luego, durante el período de reconstrucción iraquí, comenzó a participar en política y hoy lidera la oposición al primer ministro Haidar al Abadi, desde un discurso nacionalista y anticorrupción.

Cabe rescatar aquí lo dicho en 2016 por el Informe Chilcot, elabrado durante siete años por Sir John Chilcot, con el objetivo de desentrañar la verdad sobre la participación de Reino Unido en la guerra de Irak. Fueron doce volúmenes, cuyo resumen en 140 páginas dio cuenta de cómo se gestó la invasión a ese país árabe, actuando “antes de agotar todas las opciones pacíficas”, mediante una decisión basada en “inteligencia defectuosa”, que “se presentó con una certeza que no estaba justificada”.

Existe una amplia conciencia hoy del profundo daño que ese conflicto trajo a la paz y de sus consecuencias dramáticas de migraciones y desintegración de un orden mundial. Chile tuvo una posición desde la política y desde la ética, que nos definió una forma de ser en el mundo de hoy: es en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas donde se resuelven las decisiones de ir a la guerra o mantener la paz. No debemos dudar de las convicciones; como país pequeño debemos saber aliarnos con otros para ser más influyentes y poder negarnos a las invasiones y a la violencia. Son los principios que deben ordenar la política exterior en un multilateralismo activo, que obliga a todos, grandes y pequeños, a tener una voz fuerte y clara cuando las circunstancias lo exigen. Chile la tuvo en marzo de 2003.

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