
FES: autonomía bajo arresto

El proyecto del nuevo Financiamiento de la Educación Superior (FES), presentado como el reemplazo del criticado Crédito con Aval del Estado (CAE), promete ser un sistema más justo y solidario. Pero tras ese envoltorio discursivo, el FES no solo cambia el mecanismo de financiamiento, sino que es un misil bajo la línea de flotación de la autonomía universitaria.
Porque el FES no se limita a reemplazar un sistema de crédito: instala un control estatal sin precedentes sobre las instituciones de educación superior. Desde la fijación de aranceles hasta la regulación de matrículas y condiciones de pago, el Estado asume el rol de diseñador y recaudador del sistema. En un contexto marcado por los vertiginosos avances de la inteligencia artificial, que exigen adaptabilidad y libertad institucional, delegar a una comisión de burócratas la tarea de fijar los precios de más de 5.000 programas resulta, a lo menos, temerario. Como si eso fuera poco, el FES prohíbe a las instituciones cobrar copago, salvo en el caso de estudiantes del decil 10, lo que restringe aún más su autonomía financiera y limita su capacidad para diversificar fuentes de ingreso.
Este esquema tiene ecos orwellianos: un sistema central que decide quién paga, cuánto y bajo qué condiciones, mientras las instituciones pierden progresivamente su capacidad de autodeterminación. En lugar de fomentar diversidad e innovación, el FES impone una estructura homogénea y rígida que desconoce la realidad institucional y estudiantil. Todo esto bajo la premisa de que un comité estatal puede anticipar mejor que las propias universidades, las condiciones del mercado laboral, las necesidades regionales y la evolución tecnológica. La batalla, al parecer, no es entre libertad y regulación, sino entre inteligencia artificial y estupidez humana.
Además, el FES introduce un nuevo impuesto sobre el capital humano avanzado. Los profesionales exitosos podrían pagar hasta siete veces el valor real de su carrera. El pago de hasta 8% no es solo sobre los ingresos del trabajo, sino sobre todos. Si trabajas, pagas. Si inviertes, pagas. Si te va bien, pagas más. Así, el mensaje es claro: el éxito tiene un costo, y lo paga quien se atrevió a destacarse.
Los supuestos ahorros fiscales también merecen una revisión crítica. Se asume que todos los estudiantes actualmente con gratuidad, becas, fondo solidario o CAE optarían por el FES, ignorando que las personas responden a incentivos. Si existen alternativas más baratas —como créditos privados, becas o simplemente autofinanciamiento— muchos preferirán evitarlo. Y justamente quienes tengan que pagar varias veces el costo de su carrera son los que supuestamente financiarán el fondo. Así, los modelos de simulación que proyectan el éxito del FES, sin considerar este comportamiento, pecan de voluntarismo. Como cantaría Arjona: tus simulaciones no son más que las cuatro letras que siguen al “sí” de esa palabra.
La cobranza se realizará a través del SII y la TGR. Esto, en un país donde los ocupados informales bordean los 2,4 millones y los desempleados con educación superior superan los 410 mil, con un desempleo promedio de siete meses. En ese contexto, la viabilidad de recaudar por la vía tributaria no solo es optimista, sino francamente ilusoria. Los incentivos a la informalidad y a que una parte de los graduados se vayan del país son evidentes.
El FES no es solo un rediseño del financiamiento estudiantil. Es un avance decidido hacia un modelo de planificación central que restringe la autonomía, penaliza el mérito e ignora los incentivos que realmente mueven a estudiantes, instituciones y contribuyentes. En vez de corregir las fallas del CAE, se propone un sistema más rígido, opaco e ineficiente. Un verdadero adefesio, que promete justicia, pero entrega control; que habla de equidad, pero castiga el éxito, y que, con el pretexto de mejorar la gestión del sistema, pone en riesgo lo más valioso: la libertad de enseñar y aprender.
*El autor de la columna es profesor titular de la UC
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