Por Óscar ContardoLa receta venenosa

Hasta hace solo unos meses la derecha local aplaudía la gestión económica del gobierno argentino de Javier Milei como un ejemplo a imitar. Al hacerlo evitaba, de plano, referirse a las grandes diferencias que existen entre los dos países, no solo en la cultura política, sino en las cuentas domésticas y los desafíos económicos. Rindiéndose públicamente a la admiración por los cambios puestos en marcha por el presidente libertario, soslayaban las distancias que existen entre ambas realidades, no porque las desconocieran -es imposible que así fuera-, sino porque convenía presentarlo como modelo. Cualquier analogía ligera con Argentina debería estar plagadas de excepciones a pie de página, pero la figura estrambótica de un líder que logró convocar el hastío de la mayoría de los ciudadanos de su país tras un gobierno desastroso, ganando una elección por paliza, era un ejemplo demasiado seductor como para mantenerlo bajo observación y a resguardo con las salvedades del caso.
Los aplausos al gobierno de Milei significaban hacer la vista gorda y pintar con brochazos los detalles dignos de pincel. Milei era el líder para seguir y presentar como ejemplo: había que aplicar una receta similar. Los discursos indicaban que se debía copiar la faena de la motosierra como ejercicio de poda milagrosa, de amputación virtuosa, desmembrando el espeso ramaje del aparato estatal transandino, no sólo en sus brotes enfermos y en la figura tan folclórica de los ñoquis -funcionarios fantasmas que cobran, pero no trabajan-, sino también mutilando planes sociales, extinguiendo subsidios, extirpando institucionalidad científica y cultural, y cercenando servicios de salud y de educación. El poder inspirador del líder argentino explica al menos tres momentos en la candidatura de José Antonio Kast, la principal de la ultraderecha chilena: la sugerencia de gobernar por decretos, el anuncio de un recorte de seis mil millones de dólares sin definir en qué y la inflación artificiosa del número de funcionarios públicos del gobierno central. Todo esto acompañado de generalizaciones y de un lenguaje descalificador y deshumanizante que no se refiere a la necesidad de modernizar el Estado, sino que habla de eliminar “parásitos”. Hay una intención de argentinizar el ambiente interno, asimilar realidades disímiles a la fuerza, para proponer una receta ajena como la fórmula para levantar el país. Quienes han pagado el costo de los cambios en Argentina no son miembros de “la casta”, sino el pueblo llano, los jubilados y una clase media asediada. Los que más sufren las consecuencias viven en ese país distante de la ciudad turística, el que aparece hacia el sur de la ciudad de Buenos Aires y más allá de la autopista General Paz, el límite urbano que también es una frontera interna social y cultural.
“Aquellos economistas que hacen distinción entre la micro y la macroeconomía son burros”, le dijo el Presidente Milei al periodista Eduardo Feinmann en una entrevista concedida después del último viaje a Washington del mandatario argentino. Milei volvía dichoso tras lograr el visto bueno de Trump para un salvataje de urgencia. No era la primera vez que viajaba a pedir plata: la aplaudida gestión económica del presidente libertario ha necesitado de préstamos sucesivos para mantenerse a flote. Feinmann, un hombre oficialista, le insistió con la situación microeconómica, comentándole que actualmente la gran mayoría de los argentinos no alcanza a llegar a fin de mes con sus ingresos, a lo que Milei respondió hastiado con una contrapregunta retórica en todo insolente: “¿Cómo quiere que lo arregle?”. Es decir, el Presidente Milei no pretende atender un malestar que no le interesa ni sabe cómo resolver. Lo suyo son los grandes números. Días más tarde, una reportera norteamericana le preguntó al Presidente Donald Trump la razón para beneficiar a un país extranjero en lugar de ayudar a los agricultores estadounidenses, y Trump contestó con la siguiente frase: “Argentina está peleando por sobrevivir, no se trata de un beneficio, porque no tiene dinero, no tiene nada (…), están muriendo”. Las palabras de Trump contrastan con las del discurso de Milei de septiembre pasado, cuando les aseguró a sus compatriotas que “lo peor ya pasó”.
El FMI y el Banco Mundial recortaron las expectativas de crecimiento de Argentina para 2025, una mala señal para un gobierno que ya se jactaba de impulsar un alza histórica. Financieramente nada indica que la situación esté estabilizada, pues pese al rescate norteamericano el precio del dólar continuó en alza durante la semana. Las cantidades que ingresan rápidamente son absorbidas como el agua de lluvia sobre una duna de arena. Trump ya advirtió que su ayuda dependía de los resultados de las elecciones legislativas de este domingo en Argentina: si el gobierno de Milei no logra presentar algo parecido a un triunfo, no habría más salvatajes, lo que significaría un Make Argentina Default Again, es decir, una nueva crisis financiera.
El destino de un proyecto libertario transandino que se autodenomina patriota depende de la voluntad de una potencia extranjera que seguramente cobrará cada dólar traspasado de un modo que Milei no ha querido explicar, pero que seguramente ya ha sido pactado. El Financial Times publicó un análisis que describe la decisión de Trump como “un desnudo ejercicio de imperialismo financiero”. Lo único claro hasta el momento es que la receta de la ultraderecha transandina mantiene a Argentina en el borde de una cornisa cada vez más enclenque, y que vendría siendo hora de que sus admiradores chilenos aclararan hasta qué punto los inspira el modelo de Milei y cuántas de las medidas del mandatario argentino imitarían, además de los insultos y el maltrato a los adversarios políticos, en un eventual gobierno de la ultraderecha local.
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