Opinión

Nostalgia de lo perdido

El año pasado, entre Navidad y Año Nuevo, cerró sus puertas el icónico restaurante del barrio Estación Central, El Hoyo. El fin del restaurante, por la fecha, fue silencioso. Para mí, nieto de su fundador, Benjamín Valenzuela, fue un cierre triste. Terminó una historia de más de un siglo, debido a los retos que enfrenta nuestra sociedad, y por el paso del tiempo.

Junto al cierre de El Hoyo despareció también un barrio que fue residencial; de clase trabajadora y clase media-baja; de electricistas, carpinteros, profesores primarios, sastres, empleados y almaceneros.

En sus orígenes, el restaurante fue la casa y una bodega adyacente de mis abuelos y sus más de 15 hijos, en la calle Gorbea, entre Exposición y la esquina de San Vicente. Durante muchos años operó como un “clandestino”, porque solo tenía patente para depósito de licores. A los primos a veces nos ponían de vigías para avisar si venía Carabineros. Entre los mitos urbanos de El Hoyo se cuenta que, en una oportunidad, una patrulla de Carabineros se plantó frente al local, los clientes fueron conminados a guardar silencio, y fueron evacuados uno a uno por una escalera a la casa de un vecino, saliendo de allí como si nada.

A El Hoyo concurrían políticos de todos los colores, figuras del espectáculo, la élite y los trabajadores. Parlamentarios y ferroviarios de la vecina Estación Central se encontraban bajo un mismo techo.

Mi abuelo nunca dejó de alimentar a los ferroviarios que no les alcanzaba el salario para un pan amasado con arrollado, huevos duros, o charqui. La chicha primaveral era uno de los productos fuertes del restaurante. La competencia recelaba de la popularidad de El Hoyo, y una vez difundió el rumor de que un perro había caído muerto en una de las pipas gigantes donde se almacenaba la chicha. El infundio no resultó. De hecho, se hizo popular la “chicha con perro” de El Hoyo.

Viví a pasos de El Hoyo, en Exposición entre Gorbea y Toesca, donde mis memorias se remontan a las pichangas de fútbol con pelotas de trapo; y al bebedero para caballos de las carretelas que trasportaban verduras a la Vega Poniente, del cual bebíamos en los entretiempos del fútbol o durante el verano, pese a la prohibición de mi madre por el eventual contagio de infecciones.

A los niños no nos asustaban los temblores, pues estábamos acostumbrados a los remezones del paso de los trenes al otro lado del muro que separaba, y aún separa, las vías férreas de la calle Exposición. Más tarde, mi familia se mudó a dos cuadras de El Hoyo, a San Alfonso a llegar a Gorbea.

Cuando mi abuelo falleció el restaurante quedó en manos del hijo mayor, Armando Valenzuela, un caballero tranquilo y fino. Eventualmente, El Hoyo quedó en manos de la familia del tío Armando, los Valenzuela Herrera. Mis primos y mi tía Marta trabajaron arduamente para expandir el local, mejorar el menú, y regularizar el restaurante. Mis primos inventaron el famoso trago conocido como “terremoto”, vino pipeño mezclado con helado de piña. Nunca obtuvieron “royalties” de esta invención criolla.

Una vez fuimos con la entonces Presidenta Michelle Bachelet, un pequeño grupo de amigos y familia a almorzar un sábado a El Hoyo. Nos servimos de entrada unas prietas y una jarra de terremotos, y ya no pudimos con los platos de fondo: lengua, pernil y plateada con pure picante. En una visita a Chile, el famoso Anthony Bourdain calificó a El Hoyo como el lugar de la mejor comida de nuestro país.

El Hoyo superó la polarización de la política nacional. El restaurante fue un discreto lugar de encuentro durante la dictadura, pero al final muchos concurrían porque la comida era buena, con abundantes platos de la cocina chilena. En El Hoyo lancé mi breve candidatura presidencial, acompañado de amigos de fuera del barrio, de vecinos y primos residentes.

En el entorno de El Hoyo conocíamos a los vecinos, encumbrábamos volantines en septiembre, y existía un sentido de comunidad. Eso se extinguió.

Llegaron los inmigrantes chinos y con su espíritu emprendedor en pocos años progresaron, compraron casas viejas y levantaron allí tiendas de artículos chinos. Los vecinos se mudaron a otros barrios, y esa zona de Estación Central se transformó en una eminentemente comercial. Entretanto, otros migrantes y muchos chilenos se instalaron con toldos azules en las calles.

El Hoyo resistió todo lo que pudo. El barrio se tornó inseguro y ya no pudo funcionar de noche, por el aumento de la criminalidad. Siempre hubo robos menores y alcoholismo en el barrio, pero no asesinatos tipo sicariato. Acceder al restaurante se hizo frustrante por los cientos de carros de mercadería y los toldos azules abarrotando las calles aledañas.

Con mi primo Pancho Sepúlveda Valenzuela caminábamos por Gorbea desde Conferencia hasta República, y de allí cruzábamos la Alameda hacia nuestro Liceo de Aplicación. Transitar esas calles ahora, llenas de obstáculos, sería imposible. Pese a todo, los clientes más fieles llegaban al restaurante. Pero mis primos ya habían cumplido una larga etapa, y merecían descansar.

El local de El Hoyo fue comprado por empresarios chinos. Con mi familia almorzamos el sábado previo al cierre, en uno de los salones donde cuelgan cuadros con camisetas autografiadas por grandes del fútbol nacional e internacional que yo doné a mis primos. Llevé a mi nieta, Lila Rayén, a ver por primera vez para ella, y última para mí, un mural donde aparece retratado mi abuelo, familiares y amigos hace más de un siglo.

Habrá un nuevo El Hoyo en el barrio Italia, con iguales platos y el excelente servicio de siempre. Claro, no será lo mismo. Se acabó El Hoyo de Estación Central, porque el país cambió. Quedan las memorias de una era de inocencia perdida.

Más sobre:El HoyoLT SábadoEstación CentralTerremotoTerremotosTerremotos en El HoyoPicadaHeraldo MuñozMeiggs

COMENTARIOS

Para comentar este artículo debes ser suscriptor.

Contenidos exclusivos y descuentos especiales

Digital + LT Beneficios$3.990/mes por 3 meses SUSCRÍBETE