Padres e hijos en cuarentena

FOTO: AFP

Disfruta cuando puedas, y aguanta cuando debas (Goethe).



Esta semana, nada más conectarnos, Javier, un cliente de cuarto medio, me pregunta si me he leído la novela El Viajero del Siglo. Le digo que no y me cuenta que la novela – del argentino Andrés Neuman- transcurre en Wandernburgo, una extraña ciudad móvil, ubicada en las proximidades de Sajonia y Prusia.

Con entusiasmo, Javier me confiesa que a las pocas páginas se sintió identificado con Hans, el protagonista y que su descripción de Wandernburgo, se le antojó una buena foto de Santiago. Dicho lo anterior, Javier saca la novela de debajo del teclado y me lee: “salvo la plaza del Mercado, las calles de Wandernburgo le parecían un poco oscuras y mencionó el alumbrado de gas de Berlín o Londres. Aquí no necesitamos tanta luz, sentenció el señor Zeit subiéndose el pantalón, tenemos buena vista y costumbres ordenadas. Salimos de día, dormimos de noche. Nos acostamos temprano, madrugamos. ¿Para qué queremos gas?”.

Javier cierra el libro y me dice que si no fuera por el alumbrado público, sentiría que recorre las calles de Wandernburgo con su perro. “Es raro, no hay nadie y en la novela Hans, antes de acostarse en la posada del señor Zeit, dice que la noche ladraba, maullaba. Y lo sentí tal cual, pues es loco pasear en tanta soledad, sobretodo después de haber estado conectado diez horas a la pantalla. Y ya no jugando o chateando, sino haciendo los interminables trabajados que me pide el colegio. Es rarísimo, pero en mi casa estamos todos igual. Unos en el living, otros en sus piezas o en el comedor. Da igual donde, pero todos estamos encerrados, como si para salir de esta crisis tuviéramos que trabajar más”.

He escuchado este relato repetidas veces estas dos últimas semanas. Mis clientes escolares y universitarios me cuentan que en sus casas sus padres están trabajando más que antes, y que a ellos y a sus hermanos y hermanas, se les hacen pesadas las clases en línea, los problemas técnicos de las plataformas, los interminables trabajos para la casa… y la soledad.

Inés, estudiante de primer año en la universidad, me dice que en su casa las cosas están mal y que lo bueno es que ella está demasiado ocupada con las clases virtuales para pescar. Mira, mi mamá está que mata a mi papá, porque parece león enjaulado y reclama todo el día. Se encierra en la cocina, con una copa de vino en una mano y el teléfono en la otra, hablando con alguna amiga, hermana, prima, a través de una videollamada. Mis hermanos chicos, que están los dos en el colegio, están en la misma que yo, full clases, full conectados y por lo menos se entretienen peleando entre ellos o jugando con sus amigos en línea, pero te juro que yo no he tenido tiempo ni para hablar con amigas. Apenas termino las clases y los trabajos de la u llamo a mi pololo y ahí hablamos como una hora. Eso es todo y él está igual, enfermo porque ya no puede ni salir a trotar”.

Mientras esto pasa en mi consulta, amigos que son profesores universitarios, lidian con el estrés de dictar sus clases on line. Manuel, así llamaremos a mi amigo, me dice: “estoy agotado, no paro. Al principio era un caos, pero ya tengo las cosas técnicas bajo control. Mis ayudantes han sido clave para solucionar varios asuntos que se me escapan, pero aún sin fallas, quedo raja después de una clase. Es raro, pues es un cansancio distinto” y acto seguido me muestra un meme que le mandó un alumno, donde el primer cuadro muestra una escena apocalíptica y el segundo al director de una orquesta sinfónica. Debajo de la ciudad en llamas se lee “lo que pasa en la realidad”, mientras debajo de los músicos se lee, “profesores haciendo clases en línea”.

Manuel sonríe con amargura y me dice: “esta webada no puede seguir mucho tiempo así, estamos todos haciendo los esfuerzos máximos, pero no sé cuánto más aguantemos”.

Javier, lejos de la desesperación de Manuel, me cuenta que está orgulloso de sí mismo, pues no ha caído en la locura del virus. “Es cierto, hay que cuidarse, pero eso también implica no intoxicarse a noticias. Mi viejo cagó, pues aparte de las noticias relacionadas al bicho, sigue todo lo que pasa con la economía y ya pelea con la tele, con el presidente y con el que se le pare en frente que no opine lo que él opina. Mi vieja en cambio o sale de instructora de pilates de esta crisis o pone un negocio de tortas, pues se ha dedicado a hacer ejercicio y cocinar. Me parece bien, pero igual es loco ver a mis viejos tan desconectados y a mí y a mis hermanos cada uno en la suya. Pese a que estamos todos en casa, creo que nos vemos y nos pescamos menos”.

La psicoanalista Alexandra Kohan, en una entrevista titulada “El mundo se detuvo y quedamos pedaleando en el aire” se pregunta “¿Cómo se podría leer, escribir, terminar la tesis, ordenar el placard, “aprovechar”, si el mundo, tal y como lo habitamos hasta hoy, ya no está más ahí? Me parece muy complicado intentar armar escenarios como si nada estuviera pasando, como si todo fuera igual pero dentro de casa”.

Mientras escribo, escucho la música de mis vecinos. En esta cuarentena he descubierto sus gustos musicales, pues las inhibiciones en cuanto al volumen aceptable para la convivencia vecinal ha cedido. También, desde este mismo lugar, escucho las rutinas deportivas de los pisos superiores -con saltos, pisotones y gritos de fatiga- y gracias al grupo de WhatsApp he descubierto que la vecindad colapsa cuando se cae VTR.

Tal como señala Kohan, oscilamos entre la inhibición y la angustia.

Por zoom, Inés me cuenta, ya con tres semanas de clases virtuales en el cuerpo, que cada vez le cuesta más leer o hacer cualquier cosa que no sea para la universidad. “Dejo toda mi energía ahí. La poca que me queda la uso en hablar con mi pololo, en acompañar un poco a mi mamá y ya está. No soy capaz de hacer nada más. Y sí, veo todos los vídeos de clases gratis, he bajado un par de libros, pero nada, no he hecho nada y en mi casa la única que se ha puesto a ordenar y hacer cosas es mi mamá. Mis hermanos saltan del computador a la play, de la play al ex box y del ex box a la cocina. Yo los veo bien, pues ya mis papás no luchan contra las pantallas, sino que aceptan que si tienen todo lo del colegio hecho, pueden conectarse. Pero yo nada, echo de menos a mi pololo y ya. No me da para más y aunque intento desconectarme haciendo otras cosas, las abandono. Abandoné un libro, un tejido, un dibujo, unas clases de yoga en línea. Nada me tranquiliza la verdad”.

Manuel, a diferencia de los adolescentes de mi consulta, no solo tiene que lidiar con las clases online que imparte sagradamente, sino que tiene que contener a su señora - que tiene los días contados en el trabajo-, estar atento a sus padres y a sus suegros, pues gran parte de sus hermanas y cuñadas viven fuera de Chile, y detener a sus hijos, que quieren salir a la calle.

“Estos weones pasaban afuera. No se perdían una marcha y estaban arriba de la pelota día y noche. Pasaron de la euforia al encierro y ahora los tengo que aguantar todo el día. Antes peleábamos en la puerta de la casa cuando intentaba que no fueran a una marcha, que se cuidaran… pero cuando desaparecían la verdad es que volvía a descansar. ¡Ahora no hay descanso! Y se pasan todo el día puteando contra la universidad, las autoridades, el gobierno, los parlamentarios, el presidente, la OMS, Trump y compañía. Pasan peleando por las redes sociales y me dicen que esa es su válvula de escape. Y me parece bien, pero los que respiramos su humo tóxico somos sus padres”.

Así, padres e hijos en cuarentena avanzamos, semana a semana hacia lo desconocido, llenando los vacíos con nuestras fantasías. Para algunos esta cuarentena es una oportunidad, para otros un castigo, un duelo, una pausa, un encierro, razón por la cual los invito a escuchar lo que Alexandra Kohan opina de nuestras fantasías:

“Me parece que en un primer momento se nos activó una fantasía lindísima de disponer de tiempo para leer, pero rápidamente entendimos que para leer no se requiere solamente tiempo, sino toda una disposición que, según creo, tiene que ver con silenciar el mundo, silenciar sus demandas y habitar la soledad como refugio, aislarnos del mundo mientras el mundo sigue funcionando. Hoy es al revés: el mundo nos silenció a nosotros, el mundo se detuvo y nosotros quedamos pedaleando en el aire”.

Las palabras de Kohan me llevan a las calles de Wandernburgo, novela que gracias al entusiasmo de Javier empecé a leer… y ahí quedé… pues efectivamente es difícil deambular por lecturas y calles tan inciertas.

Simplemente habrá que esperar a ver qué pasa… la próxima semana.

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