
Todos odiamos al Congreso

El año 2015 entraron en vigencia las reformas políticas impulsadas por Michelle Bachelet en su segundo mandato, en el que contó con mayoría parlamentaria. El sistema binominal, que forzaba la existencia de dos grandes bloques electorales, fue reemplazado por uno proporcional, que permite mayor variedad. Para reforzar esta tendencia se bajaron los umbrales para crear partidos nuevos y también para presentar candidaturas independientes. Al mismo tiempo, el número de diputados subiría de 120 a 155 y el de senadores, de 38 a 50. Todo esto en un contexto de voto voluntario (introducido con apoyo casi transversal por Piñera I). Bachelet, en lenguaje atriano, celebró “la caída del último cerrojo que distorsionaba la voluntad y la participación”.
¿Cuál ha sido el resultado de estas reformas? El expresidente Eduardo Frei lo resumió: la desaparición de los partidos y el surgimiento de las pymes políticas. “Tenemos 24 partidos en el Parlamento… Puede ser que cuando se presenten todos los candidatos aparezcan casi 30 partidos, según ha dicho el Servel”. El Congreso de Chile es hoy una selva estridente dominada por pequeñas agendas y lógicas de reality show, y prácticamente no hay manera en que un Presidente logre disciplinar legislativamente a su propia coalición.
Esta nueva realidad ha generado una tensión creciente entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Dado que el Congreso se ha vuelto una jungla, a los presidentes les gustaría gobernar pasando lo menos posible por ahí. Y, al mismo tiempo, la dinámica caótica y farandulera del Legislativo incentiva una competencia mediática permanente con el Ejecutivo, así como formas de oposición que multiplican las acusaciones constitucionales. Una forma barata de generar articulación política entre tantas facciones es usar al gobierno de turno como piñata.
Tal fue el caso durante todo el periodo previo al estallido durante Piñera II, que sufrió la peor oposición desde el retorno de la democracia. Como reconoce Gonzalo Blumel en su libro La vuelta larga, el diseño gubernamental buscaba sacarlee jugo a las facultades presidenciales, evitando todo lo posible pasar por el Legislativo. Parte de esa estrategia eran las mesas de trabajo en distintos temas. Vinieron entonces las acusaciones de “sequía legislativa” desde el Congreso. El ahora ministro Elizalde era la voz cantante. Él mismo fue también el principal enemigo de las comisiones, a las que acusaba de duplicar la labor del Congreso. Al mismo tiempo, una oposición al inicio desordenada -todos estaban peleados luego de que el Frente Amplio no apoyara directamente a Guillier en segunda vuelta- comenzaba a fraguar su unidad mediante una dinámica sacrificial basada en constantes acusaciones constitucionales (en esto jugó un rol central Miguel Crispi).
Con el estallido, el choque entre Ejecutivo y Legislativo llegó a su punto más álgido: la oposición básicamente le exigió a Piñera no sólo entregar la Constitución, sino también la autoridad presidencial al Congreso. Pasará a los libros de historia que el presidente del Senado, el PPD Jaime Quintana, declarara en 2020 que en Chile ahora regía un “parlamentarismo de facto”. Finalmente, Piñera logra revertir la situación durante la pandemia, gobernando básicamente a punta de decretos, lo que devuelve el conflicto con el Congreso, que toma una venganza definitiva al imponer los retiros previsionales saltándose la iniciativa exclusiva presidencial.
Esta historia, así como la ambición de Gabriel Boric de gobernar por decretos –tal como le aconsejó el faccioso contralor Bermúdez- una vez aprobada la Constitución octubrista (recuerden su propia “sequía legislativa”, a la espera del plebiscito), no deben ser pasadas por alto ahora que se ha creado un escándalo, en buena medida ficticio, por los dichos de José Antonio Kast respecto del Congreso. No hay candidato presidencial que no mire con angustia el horrible bloque de concreto donde se producen nuestras leyes en Valparaíso. Y el problema no tiene que ver primeramente con su falta de compromiso democrático o “iliberalismo”, sino con el desastre de nuestro actual sistema político, que incentiva un choque estéril entre dos poderes del Estado.
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