Por Joaquín TrujilloWalpurgisnacht

Hace unos días, en vísperas de Halloween, unos estudiantes me anunciaron que participarían de esa fiesta. Yo protesté que aquella era una costumbre ajena a nosotros los chilenos, latinoamericanos, hijos predilectos de la prolongación ibérica del extinto Imperio Romano, etc. Ellos, que son muy jóvenes, me miraron como a un viejo decrépito y agregaron que se disfrazarían de políticos e íconos revolucionarios, obvio, para burlarse de sus adeptos.
Fue el gran poeta y consejero áulico Johann Wolfgang von Goethe quien comenzó esa sátira contra los ídolos sociales de su época. En su inmensa obra teatral “Fausto” colocó varias escenas de Noche de Walpurgis, el equivalente germánico a la Noche de Brujas, que por algún motivo se relacionó con Walpurga, santa abadesa que en el siglo VIII llevó el cristianismo a los bárbaros norteños.
En uno de esos pasajes del “Fausto”, entre el carnaval de demonios, hechiceras, cabras, gatos y monos, bailan ministros, burócratas, consejeros políticos, filósofos idealistas, realistas (economistas), que van pronunciando una supuesta gran verdad, uno tras otro como en una vertiginosa sucesión del Chacal de la Trompeta. Consciente de esta colección repulsiva, uno de ellos grita: “Y si la tierra no se abre para, a todos, devorarlos, soy capaz de irme al infierno por no oírlos ni mirarlos” (la traducción es la chilena de Manuel Antonio Matta).
Pero podríamos leerlo de otra manera. Algo de pasarela tiene la vida pública y, por eso mismo, de única opción para verse y mentir bien. Las personas en la vida exclusivamente privada, pueden hallarse condenadas a realidades domésticas que a la larga son estériles. En cambio, la exhibición pública, por minúscula que sea, tiene mucho de segunda, tercera, cuarta y quinta oportunidad. A un anónimo en la calle se le despliega un mundo, siempre que sepa aprovecharlo. Y si no, la sensación de andar por ahí suelto y resuelto podrá liberarlo, exorcizarle algún insecto que se le haya clavado en el alma. Esta es la decimoquinta razón por la cual es tan importante que las noches cualquiera en las calles estén disponibles para quienes quieran engalanarse de criatura humana y no queden reducidas al monopolio de las amenazas, de los espectros que son siempre los mismos y que confinan a la mayoría dentro de sus casas, sin toque de queda mediante, como si les impidieran romper el cascarón, asomar la cabeza, nacer.
De no ser así, la gente termina saliendo solo de día, con sus disfraces demasiado nítidos, carentes de efecto. Nadie se entusiasma con nadie y, de alguna manera, la natalidad decae. Y la vida se estrecha reducida a un par de escenarios, como en una teleserie de bajo presupuesto.
Porque cuando en su libro de juventud “Werther” (acaba de montarse la ópera de Massenet basada en aquel), Goethe afirmaba que “El hombre nace para morir sin que le hayan conocido” habló de otra cosa, más bien de lo que está muy dentro, sin deseo de salir fuera, reservado tal vez para sí mismo.
Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP
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