Manuela querida,

6.2



Cuántas cosas nuevas trajiste contigo y dejaste aquí, para su libre uso, así como creías que debía ser la vida: un devolver la mano constante, un compartirnos un ratito. Me he preguntado muchas veces qué dirías de esta revuelta, de las mujeres multiplicadas apuntando al Estado en su calidad de macho opresor, de las y los cabros resistiendo en la primera línea, de las asambleas levantadas en los territorios, de rescatistas poniéndole el hombro a la represión que no cesa. Qué dirías de las organizaciones feministas lanzando el grito de resistencia, de la violencia en Wallmapu cada vez más evidenciada. ¿Qué dirías, Manuela, de los pueblos que se organizan?

Por estos días tus rulos se han vuelto llamarada y te encuentro en las ideas como balas -como diría Silvio, tu compañero de serenatas- y en los gestos generosos y en las voces de denuncia y en las voluntades articuladas.

No hay recuerdo que te deje estática. Naturalmente se proyectan las líneas de tu existencia. Cuando moriste pensé que el abismo era yo y todas las personas que te amamos. Yo quería una vida contigo. Más tarde entendí que muchas veces los amores de nuestras vidas son las grandes amigas y sentí por mucho tiempo que el deseo se me había truncado. "Soy fea sin ti" como dijo alguna vez la enorme Gabriela.

Hoy siento distinto. Hoy fluyen por mi todos tus signos que permanecieron conmigo. Y me siento tan afortunada de poder honrarte, de encontrarte en los pliegues de la memoria, de saberte escuela para mí.

Siempre me llamó la atención el interés genuino que tenías por nuestra amistad. Cuando nos conocimos yo no tenía demasiadas nociones del mundo. Había crecido tranquila, protegida entre un montón de privilegios. Me hablaste entonces de violencia y desigualdad. De organización, educación popular, comunitarismo y rebeldía. Te recuerdo muy seria, con la solemnidad que te afloraba a veces, interpelándome cuando recién nos adentrábamos en el feminismo: "no se puede ser feminista sin ser anticapitalista", me increpaste.

El otro día hablando con una amiga en común sobre lo misteriosa que me resulta aún nuestra amistad, me dijo que era como si supieras que no había tiempo que perder cuando sentías que algo valía la pena. Ninguna tristeza, Manuela, le hace el peso a las maravillas de nuestra amistad.

Aprendí de política contigo y de solidaridad. No de esa política carroñera secuestrada en hermosos palacetes, sino de esa otra que busca formas más amables para administrarnos la vida y que se practica en modestas interacciones.

Los meses que vinieron después de tu muerte son hoy un recuerdo vago. Si me preguntan en qué andaba, tal vez la descripción más certera sería errando. Me costó mucho tiempo volver a mí y sentir que me pertenecía otra vez. Sin embargo, siempre hubo marcas de ruta, como pequeñas pistas, para hacerle frente a la desolación de no saber dónde encontrarte. De a poco fui entendiendo que los recuerdos de nuestra propia amistad eran un lugar seguro y hermoso. Volví muchas veces a nuestras conversaciones, esas eternas y humeantes, acompañadas siempre de música, de tecitos y comidas. Era como si juntas asomáramos los ojos al mundo para hablar de todo lo que se siente y no se ve, yendo bien adentro, sin miedo, exponiendo todos los dolores, todas las contradicciones, sueños y culpas. Me sentí siempre segura contigo, como esas veces que caminábamos de noche, con la certeza de sabernos escudos. Podía mostrártelo todo, incluso esas partes más vergonzosas y seguirías quedándote ahí, escuchándome con todo el cuerpo, arreglándome el mechón porfiado o sacándome alguna pelusita de entre la ropa, con ese ademán de señora que se te asomaba de pronto.

En nuestra relación sacamos lo más hermoso de nosotras. Nos inventamos formas para llamarnos cariñosamente, me bautizaste Antuti. Nos despojamos de todas las armaduras e hicimos de la ternura nuestra trinchera. Bromeábamos, recuerdo, con que nadie nunca se podía enterar de nuestro lenguaje plagado de cursilerías, no fuera a ser que el mundo se enterara que no éramos ni tan serias, ni tan duras, y que en la intimidad de nuestra amistad disfrutábamos con la ingenuidad de dos cabras chicas. Hoy tu recuerdo es mi casa y la vida que compartimos, uno de los más grandes regalos que llevo conmigo.

A veces cuando siento que me pierdo, cuando creo que me canso demasiado pronto o que me falta valentía me acuerdo de tu coraje, de tus manos abiertas y de tus abrazos. De tus asertivos consejos de mujer sabia y de tus juegos de niña silvestre. Puedo inventarte cerquita mío, casi como si me tocaras. Me basta eso para saber que todo es y ha sido cierto.

Hace un tiempo escribiste un poema que terminaba en un "organizar la vida contra el imperio de la muerte". Gracias Manueli de mi corazón porque para soñar mundos distintos se necesitan amigas que ayuden a construirnos las utopías.

Antonia y Manuela se conocieron en 2010, estudiando periodismo. La última vez que se vieron fue en enero de 2018.

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