Mi pololo murió de Covid: “A veces me acuesto y digo su nombre, como si al llamarlo lo hiciera volver”




“Se me hace imposible hablar de esto sin que se me quiebre la voz o sin tener que parar cada cierto tiempo. A veces, cuando empiezo a verbalizar cómo han sido estos meses, siento una tristeza profunda que se acapara de mi pecho y me toma la voz, como si aun no estuviera preparada para hacerlo. Y quizás no lo esté. ¿Alguna vez lo estaré realmente?, me pregunto. Pero creo que debería intentarlo al menos, porque si no, esa tristeza me va a comer.

Hace nueve meses, el día 10 de octubre, mi pareja se murió en la clínica y yo no pude despedirme. Se lo llevó el Covid-19, aislado y lejos de sus afectos. Unos pocos días antes, habíamos empezado a planificar nuestro escape, pensando que la situación mundial se revertiría en unos meses. No teníamos idea que aun faltaba, ni mucho menos que apenas unos días después, ya no estaríamos juntos en esta tierra.

Fue internado el 5 de octubre, y en esos cinco días su estado empeoró drásticamente. Pasó de tener una leve tos a no poder hablar en pocas horas, porque el solo intento de abrir la boca y sacar la voz le generaba malestar. Yo, totalmente asustada y desesperada, traté de llamarlo por videollamada las veces que pude, pero me preocupé de no transmitir mis miedos. Veía en sus ojos que él también estaba asustado, y por lo mismo mi discurso con él era que todo iba a estar bien, que nos íbamos a ver en poco tiempo, que yo lo iba a estar esperando al otro lado de las puertas de la UCI y que cuando lo viera no dejaría de abrazarlo. La última vez que nos vimos de hecho, él me dijo que no terminara de ver la serie que estábamos viendo. Me dijo ‘espérame así la seguimos viendo juntos’. Yo me reí y le dije ‘obvio, pero apúrate’. Pero cuando corté el teléfono me desplomé. Yo sabía que eso no iba a pasar, y en cierta medida, él también lo sabía. Pero ambos nos aferramos a la escasa ilusión que iba quedando. De lo contrario, ese llamado no habría sido posible. Vernos las caras sabiendo que iba a ser la última vez, no hubiese sido posible.

Así mismo me quedé dormida llorando esa noche. Y al día siguiente, en la tarde, cuando supe la noticia, solo repetí las imágenes de esa última videollamada en mi cabeza. Fue, efectivamente, la última vez que nos vimos. Y fue a través de una pantalla.

Con Germán empezamos nuestro vínculo en enero del 2019. Fue corto el tiempo que pudimos aprovecharnos, pero fue hermoso. Yo no había estado dispuesta a soltarme y confiar plenamente en otra persona, venía saliendo de un divorcio complejo –como todos– y sentía que no existían tantos hombres que valieran la pena. Y ya con 55 años, no me daban ganas de buscar los pocos que sí pudieran ser rescatables. Estaba equivocada, por supuesto, y solo era cosa de abrirme a nuevas experiencias que en mi cabeza, y erróneamente, no me correspondían. Hasta que bajé la guardia y nos conocimos. En la simpleza, en la honestidad, y en la sabiduría que te dan los años, cuando ya no dan ganas de falsear y todo es más directo y sin mayores pretensiones. Y el tiempo que pasamos juntos efectivamente fue así; marcado por una genuinidad muy pura. A ratos eso hacía que nuestra relación fuera muy sencilla y poco adornada, pero así nos gustaba. A veces nos juntábamos después del trabajo con intenciones de salir a comer y tomar algo, o de juntarnos con nuestras amistades, pero terminábamos viendo alguna película hasta tarde. Al final, nos reíamos y decíamos ‘que buena estuvo la salida’.

Estos meses han sido los más difíciles de mi vida. Sé que todas las pérdidas lo son, y todos los duelos, por distintos que sean son una lucha, pero perder a alguien en una pandemia, producto de un virus desconocido, y sentir que se podría haber evitado, es algo que no le desearía a nadie. Pero lamentablemente somos millones los que no pudimos abrazar o acariciar por última vez a nuestros seres queridos, y aquí estamos, haciéndole frente a esa muerte tan extraña e inhóspita.

A veces me acuesto y digo su nombre, como si al llamarlo lo hiciera volver. No concibo que realmente no esté ahí, cerca de mí, como lo estuvo hasta hace nueve meses atrás. A veces lo sueño y despierto confundida con respecto a lo que realmente sucedió. ¿Será que su muerte fue una gran pesadilla y en realidad sigue acá, acostado al lado mío? Han sido meses duros, solitarios y en los que he confluido muchísimas emociones. A todos los que estén pasando por lo mismo, les mando un abrazo apretado, de contención, de amor y de ternura. No de fuerza ni de ánimo, porque eso no lo sentiremos por un tiempo”.

Sandra Montalba (55) es administradora y madre de dos hijos.

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