Paula

Aunque no físicas, la violencia económica también deja marcas

Mariana se separó de su pareja, pero no del control que él ejercía sobre su vida. A través del dinero, las deudas y los pagos arbitrarios, la violencia continuó por años. En esta columna analizamos cómo funciona la violencia económica tras una separación y qué herramientas legales existen para enfrentarla.

Mariana llegó a nuestra consulta pidiendo ayuda para “ordenar su situación”. Estaba agotada. Llevaba meses criando sola, sin redes, sin ingresos estables, sin saber cómo cobrar la pensión de alimentos. Al principio decía que solo necesitaba regularizar las cosas. Pero mientras hablaba, la historia se abría: lo que había vivido no era un simple abandono. Era una forma sistemática de violencia. Solo que nadie —hasta ese momento— se lo había dicho con claridad.

Tenía 27 años cuando se casó con Esteban. Ella, recién titulada de profesora de historia. Él, ingeniero en una minera, con un sueldo alto y certezas. Durante los primeros meses todo parecía avanzar con promesas compartidas: comprar una casa, formar una familia, tener hijos. Pero pronto esas promesas se convirtieron en decisiones unilaterales.

—No tiene sentido que trabajes por ese sueldo si yo gano cinco veces más —le dijo una noche—. Mejor quédate en la casa. Descansa. Estudia un postítulo.

Mariana renunció. Con culpa, con esperanza. Nunca terminó el postítulo. Su formación quedó interrumpida, como su independencia.

Esteban comenzó a administrar todo. Su sueldo entraba a una cuenta que solo él manejaba. Mariana tenía que pedir dinero para cualquier cosa. No era humillante, pero sí infantilizante. Debía justificar cada gasto. Más tarde, con la llegada de los hijos —aunque podían costearlo— él decidió que no necesitaban asesora del hogar. “Tú estás en la casa, puedes con todo”, decía. Y cuando Mariana se sentía desbordada, él lo reafirmaba: “Ser madre no es un trabajo”.

Casados en sociedad conyugal, Esteban compró una propiedad con dineros comunes, pero la inscribió solo a su nombre. Vendió el auto de Mariana y lo reemplazó por una camioneta, también inscrita a su nombre. Le hizo firmar documentos notariales que ella no entendía bien. Más tarde descubriría que era aval y codeudora de varias deudas que él jamás pagó.

Durante años, Mariana dejó de ser protagonista de su propia vida. No tenía ingresos, ni acceso a sus bienes. No podía decidir. No tenía tiempo para sí. Y aunque no había golpes, la asfixiaba igual.

Cuando Mariana decidió separarse, pensó que lo peor había pasado. Pero comenzó entonces una nueva forma de violencia: la económica post ruptura.

Esteban fue quien se fue del hogar, pero antes vació la cuenta bipersonal. Dejó cuentas impagas, colegios sin pagar. En medio de esa urgencia, Mariana lo citó a mediación, donde se fijó una pensión de alimentos. Pero fue un acuerdo rápido, hecho bajo presión y sin asesoría adecuada. No era justo ni suficiente. Y aun así, Esteban pronto dejó de cumplir: pagaba lo que quería, cuando quería. Se cambió de sistema previsional, informalizó parte de su renta y comenzó a declarar menos ingresos de los que realmente tenía, ocultando su verdadera situación patrimonial.

Desde fuera, todo parecía en orden: Mariana seguía viviendo en la casa familiar, en un buen barrio. Los niños continuaban en el mismo colegio. Pero por dentro, la realidad era otra. No podía pagar la luz. Ni el gas. Ni el agua. Cada mes era un dilema desgastante: endeudarse, enfrentar el corte de servicios o volver a pedirle —con vergüenza— una transferencia al ex. Lo que él quisiera, cuando quisiera.

Era como habitar un castillo vacío: amplio, pero helado. Impecable por fuera, pero invivible por dentro. Un espejismo de estabilidad sostenido por la precariedad.

Cada vez que intentaba cobrar la pensión, Esteban respondía con amenazas. Demandas por cuidado personal, acusaciones de “alienación parental”, escritos vacíos, objeciones al tribunal sin fundamento. Usaba el sistema judicial como una forma de castigo, arrastrándola a trámites interminables, con el peso emocional y económico que eso implica.

Con dos hijos a su cargo y sin red de apoyo, Mariana volvió a trabajar como profesora. Habían pasado 12 años. El sueldo era bajo. La carga, total. Más de una vez tuvo que endeudarse para cubrir tratamientos médicos o pagar el colegio. Afortunadamente, contaba con el apoyo de su familia.

Entonces decidió ir más allá: comenzamos una estrategia legal integral para recuperar a Mariana.

Pedimos la declaración de bien familiar de la casa. Demandamos un aumento de pensión que reflejara las capacidades reales de ambos. Solicitamos la retención judicial de sueldos y el embargo de cuentas bancarias y fondos previsionales para el pago de la deuda acumulada. Iniciamos la demanda de divorcio e incluimos la compensación económica por los 12 años en que Mariana postergó su vida profesional por un proyecto familiar que solo uno administraba. Además, solicitamos medidas prejudiciales para asegurar una liquidación efectiva y justa de los bienes, junto con la rendición de cuentas de la sociedad conyugal, que Esteban debió presentar formalmente.

No fue fácil. No fue rápido. Pero lo logramos.

Lo más doloroso no fue el abandono. Fue ver cómo el sistema no supo —o no quiso— reconocer la violencia que no deja moretones.

Hoy Mariana sigue trabajando. Sus hijos han crecido. Y aunque la vida no es sencilla, ya no duele de la misma forma. Aprendió que el dinero no es solo dinero: también puede ser poder, castigo, invisibilización. Pero también puede ser autonomía, reparación y justicia.

Porque en contextos de violencia, divorciarse no es solo separarse. Es volver a habitar la vida con dignidad.

Desde nuestro estudio, recibimos cada semana mujeres como Mariana. Algunas no tienen aún un nombre para lo que han vivido. Otras ya lo han identificado, pero no saben si tienen herramientas legales para enfrentarlo. Nosotras estamos ahí para decirles que sí: que se puede. Que hay estrategia. Que hay derechos. Que no están solas.

Porque la violencia económica no es un simple conflicto doméstico: es un problema legal, político y estructural. Y ponerle nombre es el primer paso para desarmarla.

El reconocimiento normativo de esta forma de violencia no es solo un avance técnico o jurídico. Es un acto de justicia simbólica y una señal cultural profunda. Por fin se nombra lo que durante años se vivió en silencio: lo que no dejaba moretones, pero sí cicatrices en la autonomía, en la dignidad, en el cuerpo económico de una vida truncada.

Porque sí: controlar el dinero es controlar la vida.

Impedir trabajar. Obligar a firmar documentos sin comprenderlos. Usar la pensión como castigo. Dejar a una mujer criando sola sin recursos. Todo eso no es negligencia. Es violencia.

Un modo de control que se perpetúa en lo íntimo, en lo judicial, en lo institucional.

Hoy, ese control tiene nombre. Y tiene ley.

La Ley 21.675, en su artículo 4°, define la violencia económica como:

“Toda acción u omisión, ejercida en el contexto de relaciones afectivas o familiares, que vulnere o pretenda vulnerar la autonomía económica de la mujer o su patrimonio, con el afán de ejercer un control sobre ella o sobre sus recursos económicos o patrimoniales, o en el de sus hijos o hijas o en el de las personas que se encuentren bajo su cuidado.”

La Ley 20.066, sobre violencia intrafamiliar, ya lo había anticipado: su artículo 5° reconoce como violencia toda afectación a la autonomía económica. Y el reciente artículo 14 bis sanciona el incumplimiento reiterado de pensiones de alimentos cuando tiene por fin menoscabar o controlar la situación económica de la mujer.

Lo que antes se llamaba “problema de pareja” o “conflicto económico”, hoy se llama violencia. Y tiene respaldo legal.

Este reconocimiento no es solo simbólico. Es político. Es estructural.

Pone fin a la impunidad de prácticas normalizadas que, durante años, mantuvieron a mujeres atrapadas en relaciones donde el dinero era utilizado como castigo, chantaje o disciplina.

La violencia económica es violencia de género. No siempre deja marcas visibles, pero sí deja a muchas mujeres viviendo en silencio, sin poder decidir, huir ni reconstruirse.

Y nombrarla —como ya lo hace la ley— es el primer paso para salir del ciclo y comenzar de nuevo.

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