Olguita Marina, a todas nos viene el ahogo

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Sucupira no fue la primera teleserie que vi, pero sí fue la primera que realmente me hizo estar enganchada de una historia. Tenía diez años y ver teleseries era un panorama que disfrutábamos todos juntos en la cama de mi mamá, antes de ver las noticias. Y aunque la realidad de esas noticias muchas veces superaba a la ficción, este no era el caso: la historia de Sucupira y sus personajes siempre ha sido insuperable.

El inescrupuloso alcalde, Federico Valdivieso, sólo quería que hubiese un muerto en el pueblo para poder inaugurar su gran legado, el cementerio, cuyo guardia era el miedoso Juan Burro, que solía emborracharse junto a su inseparable burro Luis Miguel. El alcalde, además, mantenía un amorío secreto con las hermanitas Lineros, un trío de "solteronas" a las que increíblemente sabía hacer sentir especiales y únicas.

Me fascinaba también su chofer, el tierno, fiel y tullido Diógenes, que vivía para cazar lepidópteras; el primo Renato, ese descarado "italiano" que vendía su milagrosa aqua de la vita sacada directamente de la manguera del jardín; Manuel Diablo, un exconvicto que Valdivieso "importó" al pueblo esperando que cobrara alguna víctima para inaugurar el cementerio. Y la Danielita, una insoportable pero adorable adolescente cuyas aspiraciones la llevaron a odiar abiertamente a las santiaguinas que invadieron su espacio. Pero sin lugar a dudas, el personaje que más me cautivó fue la incomparable Olguita Marina.

Lo que primero que me llamó la atención fue su estampa. Destacaba en este pueblo aburrido, donde nunca pasaba demasiado, por andar siempre de punta en blanco. Aros, collares, muchos trajes de dos piezas estampados -creo que nunca se repitió uno-, zapatos con taco y sombrero para ir a la feria o para atender la farmacia de Segundo Fábrega, su incondicional marido. Y por si fuera poco, manejaba de manera magistral ese ingobernable pelo. Olguita Marina era elegante y distinguida.

Con el paso del tiempo, su estética pasó a segundo plano y fue su particular personalidad, esa que brotaba con su "Chanchito", la que trascendió. Era un alma libre, a la que con bastante frecuencia le bajaban ahogos, que la invadían sin previo aviso y aguijaban hasta llevarla a hacer sus maletas y partir en búsqueda de algo más sexy que Sucupira.

Su imperiosa necesidad de salir corriendo traía, inevitablemente, la depresión de su marido farmacéutico quien, paradójicamente, no tenía remedio que lo sanara.

"No se me ahogue que yo me hundo", le rogaba para que ella desistiera. "No me hable tanto, que más me ahogo. Es más fuerte que yo", le respondía ella.

Nada la detenía. Y aunque trataba de evitarlo, no podía. Cada vez que Olguita se iba, Segundo quedaba postrado en la cama llorando y buscando maneras creativas de morir -por ejemplo, amarrado a la línea del tren- lo que activaba la preocupación de todo el pueblo, excepto, naturalmente, del alcalde, que veía en Segundo una posibilidad cierta de inaugurar el cementerio. Y es que Segundo, literalmente, no podía vivir sin ella. Lo recuerdo borracho bailando tango mientras olía alguna prenda de su mujer y me da pena, ternura y angustia.

En tiempos de cuarentena, creo que no es raro que ella haya venido -varias veces- a mi cabeza. Las ganas de salir corriendo o por último de vestirme con algo más que patas de algodón y una polera, se han vuelto recurrentes en estos días. Pero de tanto pensarla he concluido que esas intenciones de "hacer un Olguita Marina" esconden una tranquilidad; la de que afortunadamente al regresar encontraría el amor y la estabilidad de un hogar.

Porque Olguita se ahogaba y se mandaba a cambiar. Pero siempre volvía.

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