
Los vientos y los fuegos: un relato de Jaime Bayly
Con extraordinaria sensibilidad, con pleno dominio del arte de la conversación, mi hija mayor se había propuesto que su hermana menor fuese el centro de la atención, la estrella de la noche, la diosa de los vientos y los fuegos. Y mi hija menor sonreía dichosa, y hablaba con su poderosa locuacidad, y hacía bromas pícaras, y las dos se reían con una complicidad perfectamente desusada entre ellas.

Llevaba un año y medio sin ver a mi hija mayor. No había rencillas ni rencores entre ambos. Habían pasado dieciocho meses sin vernos porque su agenda no coincidía con la mía. Con apenas treinta y un años, es una abogada exitosa, lleva una vida atareada, trabaja en uno de los mejores estudios en la capital de la nación. No hay día en que no trabaje. Incluso cuando se toma unos días libres y se aventura a viajar, continúa trabajando, dondequiera que esté. Tiene, por lo visto, una ética de trabajo que no ha heredado de mí.
Mi hija mayor me anunció que vendría unos días a la ciudad en la que vivo. No viajaría para verme, desde luego. El propósito de su visita era asistir a la fiesta de una amiga suya de toda la vida, quien se encuentra embarazada. Le ofrecí que se quedase a dormir en el cuarto de huéspedes de mi casa. Declinó amablemente. Dijo que prefería alojarse en un hotel en la playa. No le ofrecí que durmiese en el hotel en la isla cercano a mi casa porque dicho establecimiento está cerrado por renovaciones hasta fin de año. Le prometí que pagaría la cuenta de su hotel en la playa.
Llegó un jueves a mediodía. Yo todavía dormía. No fui a buscarla al aeropuerto. En realidad, no tengo por costumbre buscar a nadie en el aeropuerto. Cuando llega mi madre, envío a un chofer de confianza. Por eso le había propuesto a mi hija mayor vernos a media tarde en su hotel para que luego yo pudiese ir a la televisión para presentar mi programa en directo, hacia las nueve de la noche. Sin embargo, ella tenía que trabajar por la tarde, así de responsable es siempre. Llegando al hotel en la playa, se registró, subió a su habitación, encendió la computadora y se dispuso a resolver los asuntos pendientes de su trabajo. Sin embargo, unos ruidos odiosos le impedían concentrarse. No lo dudó: sin decirme nada, se mudó al hotel vecino. Por mi parte, cancelé la cita con el dentista y avisé a la televisora de que esa noche no podía salir en directo y pasaríamos una repetición. Mi hija mayor tenía máxima prioridad en mi agenda. Quería verla esa noche porque al día siguiente viajaría con mi esposa y nuestra hija menor. Quedamos en cenar los cuatro a las ocho de la noche en el restaurante Los Fuegos.
Mi esposa tuvo la delicadeza de comprar regalos para mi hija mayor. Yo también le compré un perfume en la farmacia de la isla (en realidad, un probador de perfume, que salía más barato) y, como soy un hombre mayor, pasé por el banco y retiré un fajo de billetes en efectivo para deslizarlo en la cartera de mi hija mayor, cuando se distrajese o fuese al baño. Por supuesto, ella no necesitaba ese dinero, pero era una manera burda de decirle cuánto la quiero y admiro.
Al saludarla con un abrazo en la puerta de su hotel, la encontré espléndida, risueña, bromista, llena de vida. Parece una mujer feliz, pensé, aliviado. No siempre lo fue. Cuando terminó una primera carrera universitaria, consiguió un trabajo muy bien remunerado en un banco de inversión. Sin embargo, no era feliz. Tuvo el valor de renunciar, estudiar una segunda carrera, la de leyes nada menos, y reinventarse como abogada en un bufete de prestigio en la capital de la nación. Le dije que estaba orgulloso de ella, que sus triunfos académicos y profesionales eran extraordinarios.
Pero el momento más conmovedor de la cena ocurrió mientras yo guardaba silencio. Comiendo las empanadas memorables de aquel restaurante, y luego el lomo fino también notable, yo observaba maravillado cómo mi hija mayor conversaba con mi hija menor, de catorce años. De pronto, parecían mejores amigas de toda la vida. Mi hija menor lucía sorprendida y halagada porque mi hija mayor se interesaba vivamente por sus cosas y le hacía preguntas: qué te gusta y no te gusta del colegio, a qué universidad te gustaría ir, qué piensas estudiar, adónde te gusta viajar, cuáles han sido tus viajes más felices. Con extraordinaria sensibilidad, con pleno dominio del arte de la conversación, mi hija mayor se había propuesto que su hermana menor fuese el centro de la atención, la estrella de la noche, la diosa de los vientos y los fuegos. Y mi hija menor sonreía dichosa, y hablaba con su poderosa locuacidad, y hacía bromas pícaras, y las dos se reían con una complicidad perfectamente desusada entre ellas, al tiempo que mi esposa y yo asistíamos a ese espectáculo, fascinados.
Mi hija mayor conoció a su hermana menor cuando esta tenía ya cuatro años. No quiso conocerla antes. Estaba molesta conmigo, decepcionada de mí. Prefirió guardar una distancia comprensible, no exenta de rencores. Con los años, depuso las hostilidades contra mí. Recién entonces se acercó a su hermana menor y tuvo gestos de cariño hacia ella. Pero, siendo formalmente hermanas de padre, uno podía notar que una niebla levemente fría las separaba y acaso les impedía verse con nitidez y quererse sin recelos. Esa niebla se difuminó la otra noche en el restaurante. Sin que yo hiciera nada, mi hija mayor estaba tan contenta con su vida, con sus éxitos, que esa luminosa felicidad se desbordó y envolvió a la adolescente que tenía al lado, su hermana menor. Y entonces dio la impresión de que ya no había rivalidades entre ambas y estaban encantadas reconociéndose, redescubriéndose, sellando el principio de una alianza fundada en el amor noble, desinteresado.
Antes de despedirnos, mi hija mayor nos entregó numerosos regalos, todos muy bonitos. La más favorecida de regalos fue su hermana menor. A mí me obsequió una pieza de arte con unas palabras impresas en ella, palabras que escribí en una novela sobre cómo llegó al mundo ella, mi hija mayor, un libro titulado “El huracán lleva tu nombre”. Reconocí la cita: eran las líneas finales de aquella novela. Al leerlas, me asaltó una profunda emoción que procuré disimular, sentí que los vientos poderosos de ese antiguo huracán todavía abrían entre silbidos las puertas y las ventanas de mi corazón y me ponían a temblar de amor.
Más tarde, en la camioneta de regreso a casa, ya sin mi hija mayor, quien nos dijo hasta pronto en el vestíbulo de su hotel en la playa, mi hija menor de pronto rompió a llorar y dijo:
-Es la primera vez que siento que ella me quiere de verdad.
Luego añadió:
-Y que está segura de que yo tendré tanto éxito como ella.
Mi hija menor estaba contenta y emocionada porque fue a cenar con la hija de su padre y acabó comiendo con una hermana que la quiere de veras, se interesa por ella, le celebra las bromas y se ríe con ella. Para mí, fue un triunfo completamente inesperado, un regalo de los dioses.
Al día siguiente, al final de la tarde, mi hija mayor me escribió, diciendo que había pasado un día espléndido en la playa, entre baños de mar y trabajos en la computadora. Ya en el vuelo largo, de cinco horas, hacia la costa oeste, donde a mi esposa y nuestra hija menor les gusta escaparse en el verano, huyendo de los calores abrasadores de la isla en que vivimos, le escribí a mi hija mayor y le prometí que en el otoño iríamos a visitarla.
-Avísame con tiempo para ir a recogerlos al aeropuerto -me escribió enseguida.
Porque ella, tan juiciosa siempre, tan austera y elegante, podría comprarse un auto nuevo, de alta gama, pero prefiere seguir usando la camioneta que le regalé hace trece años, cuando entró en la universidad.
-Tiene cincuenta mil millas, pero está impecable, como nueva -me dijo, cenando la otra noche, sonriendo con la inquebrantable certeza de que ella llegó al mundo para ser una mujer libre, fuerte y feliz, exactamente la mujer que, gracias a su esfuerzo y su talento, es ahora.
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