Pablo Ortúzar: “Estado social y subsidiariedad sí son compatibles y en algún sentido se requieren mutuamente”

El antropólogo acaba de entregar su tesis doctoral sobre los orígenes del principio de subsidiariedad. Basándose en la bifurcación entre sociedad y Estado que se formó hace siglos atrás, proyecta el debate actual que se está dando en la Comisión Experta. En ese sentido, advierte que se requiere un nuevo pacto de clases, de lo contrario, lo que "vamos a tener muy probablemente son incursiones populistas, porque ya se va a perder toda fe, toda esperanza en que la élite política pueda dar respuesta".


El antropólogo e investigador del IES Chile Pablo Ortúzar está a punto de terminar su doctorado en teoría política en la Universidad de Oxford. Justo cuando Chile vive un nuevo proceso constitucional y los expertos debaten intensamente sobre Estado social y subsidiariedad, Ortúzar se prepara para defender su tesis doctoral en la cual se metió a investigar en las profundidades del origen del principio de subsidiariedad.

“Para trazar históricamente desde dónde emergió un concepto como este, terminé metido en el segundo templo de Israel y en la tradición política que nace de ahí cuando el pueblo judío se somete políticamente a la dominación extranjera”, comenta Ortúzar desde Edimburgo.

El antropólogo resume la raíz histórica del principio de la siguiente manera: “En ese momento se generó una bifurcación de la autoridad temporal por un lado y la autoridad espiritual por otro. Esa estructura ambivalente es la que termina dándole sustrato a la idea de subsidiariedad, que es un concepto que plantea que las organizaciones intermedias, o sea las instituciones que están entre el individuo y la autoridad superior, el Estado en nuestro caso, tienen un ámbito de autoridad propio y una autonomía que es independiente de la voluntad de la autoridad superior o el Estado”.

¿Cómo fue evolucionando la subsidiariedad desde ese origen hasta su contexto más contemporáneo?

Lo que aún subsiste es esta bifurcación, estos dos valores que coexisten y esa bifurcación es la que la tradición absolutista identifica como problemática y quiere cerrar. Hobbes dice claramente que su proyecto es reunificar la autoridad política con la autoridad religiosa. Russeau tiene una idea similar, es decir, que la voluntad general arrasa con las voluntades parciales y los grupos son un problema para la constitución de esa voluntad general. Lo mismo podemos ver en Carl Schmitt. En su texto sobre Hobbes, él aclara que su proyecto es reunificar o recuperar la unidad teológica política pagana y lo dice tal cual, porque considera que los poderes intermedios que se constituyen en el ámbito de la sociedad son un peligro para el despliegue de la autoridad política y su voluntad. Se pretende limpiar al Estado o a la unidad política de esta ambivalencia. En los últimos siglos la tensión que se arma es entre esta ambivalencia heredada de esta tradición judeocristiana y la pretensión de clausurar esa ambivalencia y generar un Estado monovalente que sea teológico y político a la vez.

¿Cómo se expresa esa ambivalencia si entendemos que en la actualidad la autoridad religiosa no tiene relevancia en los temas públicos?

La pretensión de sacralizar al Estado es algo que está muy presente en el debate público, es decir, la idea de que lo estatal tiene una entidad superior a las organizaciones más parciales. Cuando se dice que la Teletón es un mal porque no es estatal, pese a que preste servicios públicos, lo que se está diciendo es que solo el Estado tiene la capacidad de encargarse de producir bienes públicos y aportar al bien común, mientras que las organizaciones intermedias o parciales lo pueden hacer por defecto, pero son problemáticas en sí mismas, son un lastre.

Si uno se remonta a la aparición del principio en Chile, hay que irse al texto de 1980. ¿De qué forma se incorporó?

Es un principio arquitectónico, la palabra no está en la Constitución, pero sí está presente cuando el texto reconoce a las familias como la base del orden social y les da prioridad a las organizaciones privadas en el desempeño de funciones económicas, prioridad que no es exclusión directa de la función estatal. El concepto de subsidiariedad no entra en la Constitución como una máscara del neoliberalismo, ese no es su origen ni es su pretensión en ese momento. La reinterpretación del principio desde un punto de vista más libertario o del liberalismo de Estado mínimo o Estado guardián es muy posterior y es cuando el proyecto de modernización capitalista ha mostrado algún tipo de éxito.

¿Cómo se ha expresado este principio en la sociedad chilena desde su incorporación implícita en el texto constitucional de 1980?

La institucionalidad chilena no es una institucionalidad de Estado mínimo o Estado guardián. Desde la dictadura el país empezó a generar una política social cada vez más progresiva, que con la Concertación se pegó el gran salto, que vincula crecimiento con superación de la pobreza. Esa forma institucional no es la de un Estado mínimo. Ahora, la forma en que eso se logra, que es lo que la izquierda históricamente identificó como subsidiariedad, es a través de gasto social focalizado y de generar una base de soporte debajo de la cual se espera que nadie caiga, pero después de cierto nivel de ingreso ese soporte estatal desaparece. Ese es básicamente el alegato que se hace contra la idea de subsidiariedad. La izquierda dice que la subsidiariedad les impidió generar políticas sociales universales y les impidió generar mayor cobertura a la clase media desde el Estado.

Pero no es solo eso, también que le achica la cancha al Estado y que solo interviene en algunos aspectos.

Hay que tener claro que el principio de subsidiariedad nunca ha sido opuesto a esa ampliación. De hecho, el concepto mismo viene de ayuda, de respaldo. La idea es que el Estado ayude y sea un soporte para las organizaciones intermedias para que puedan desarrollar sus capacidades.

¿De ahí viene esto de la dimensión positiva y negativa?

El lado negativo es que el Estado no se meta donde no lo necesitan y el lado positivo es que el Estado ayude cuando es necesitado. Por lo tanto, no es un principio que prohíbe hacer política social universal o ampliar la red de protección estatal. Puede ser que ciertos sectores de la derecha hayan utilizado el concepto de esa forma. A mí no me queda claro que la derecha de forma consistente haya usado el principio para negarse a ampliar la capacidad del Estado en términos de política social.

Los expertos tienen que escribir una norma sobre Estado social y la oposición quiere que eso, que ya es una base, sea compatible con la subsidiariedad. ¿Es posible que convivan?

La mejor interpretación de esa base es Estado social y subsidiario. Lo que se está diciendo es: “Vamos a tratar de ampliar la capacidad del Estado o desde el Estado vamos a propender a cubrir de mejor forma las necesidades de las clases medias, tanto expandiendo la capacidad estatal como la capacidad de los privados de atender a esas necesidades”. Tenemos una clase media sumamente precaria que recibe lo peor del Estado y lo peor del mercado. Frente al mercado son demasiado pobres, y frente al Estado son demasiado ricos. Entonces, las prestaciones que reciben son las peores y la idea de los próximos años es aumentar la capacidad tanto del Estado como del mercado de ofrecer servicios y bienes de calidad a esos sectores medios.

Ante el debate más inmediato de “es compatible el Estado social con el principio de subsidiariedad”, ¿cuál es su respuesta?

Estado social y subsidiariedad sí son compatibles y en algún sentido se requieren mutuamente. La tradición de la izquierda que no es soberanista ni absolutista es una tradición que pone un gran valor en las organizaciones intermedias, las organizaciones sindicales y también en la familia. Hay una tradición muy fuerte de protección y promoción de la familia como un espacio de autonomía y de dignidad para la clase trabajadora. Es muy raro que de la noche a la mañana toda la izquierda, todo el socialismo, se vuelva absolutista y te digan que no, que solo hay individuo y Estado.

Los expertos del oficialismo dicen que el gran debate es definir en qué marco regulatorio actuarán los privados, lo cual lleva al lucro en la provisión de derechos sociales como educación, salud, seguridad social. ¿En qué marco deberían actuar los privados?

Ahí nos vamos al otro extremo. Eso es una posición medieval respecto de la ganancia en la que se asume que la búsqueda de ganancia genera una corrupción moral por parte de quien la busca. Yo trataría de ser más pragmático. Este es un tema mucho más caso a caso, porque efectivamente hay mercados donde el lucro puede generar problemas, especialmente cuando se están comprando futuros como es la educación superior.

Los expertos lo están viendo como un intenso debate de principios ideológicos, nada pragmático.

El tema de la configuración de los mercados debería ser lo más pragmático posible. Excluir de entrada a las empresas con fines de lucro de esa provisión, a mí me parece que se basa en una cosa medio religiosa. Hay que entender que las regulaciones que se vayan generando por área tienen que tender a maximizar en cualquiera de las configuraciones el beneficio de la ampliación de la capacidad del Estado o del mercado para proveer de mejores bienes a mejor precio a las clases medias.

¿Cuál cree que es el gran desafío que tiene la Comisión Experta en esta etapa del proceso constitucional?

Lo que se necesita hoy día es una tregua de élite, porque Chile tiene que encaminarse a un nuevo pacto de clases, pero tenemos una élite política que está tremendamente fragmentada y enfrentada entre sí. Para reírse siempre digo que esto es como una guerra civil entre Zapallar y Tunquén y ese conflicto entorpece o hace difícil llegar a aclarar este nuevo pacto de clases que necesitamos. Para mí la oportunidad es lograr un consenso en generar los dispositivos institucionales para aumentar la capacidad de esas clases medias para proveerse de bienes fundamentales y de servicios de calidad.

¿Qué pasa si no lo logran?

Lo que vamos a tener muy probablemente son incursiones populistas, porque ya se va a perder toda fe, toda esperanza, en que la élite política pueda dar respuesta a estas clases medias.

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