Tener o no tener

Ipods

La era digital está llena de beneficios. Sin embargo, un aspecto no tan bienvenido de la internet es la cualidad etérea que le ha dado a la posesión de bienes. No todo lo que tenemos es nuestro y no todo lo que compramos se queda con nosotros para siempre.


Como los veinteañeros ya están hartos de explicarles a sus padres, la mayoría de las canciones, películas y juegos que se adquieren en la red no necesariamente son "nuestros" tal como lo entendían los antiguos. Una serie que seguimos en Netflix puede "irse" del sitio de un mes para otro. Un producto en iTunes o incluso un ebook comprado en Amazon y descargado en un lector de Kindle puede esfumarse en la nada al vencerse el trato con el proveedor y la aventura de Tom Clancy que estábamos leyendo se esfuma en la nada y se va al quinto infierno al que alguna vez se fueron los documentos en Word en la era prehistórica antes del Autoguardado.

"Pero no entiendo", dirá algún dinosaurio "apreté un botón que decía Comprar. Ya pagué por el producto". Ese es todo el punto. El verbo comprar en la era de internet es un anacronismo simpático, tal como el diskette que sigue siendo usado como ícono de "Guardar" aun cuando la mayoría de los usuarios actuales no tengan idea de qué era un diskette. Comprar en la vieja escuela significaba que un bien te era entregado a perpetuidad a cambio de unos billetes. Hoy día comprar puede ser la abreviatura o sinónimo de un montón de eufemismos: licenciar, adquirir, contratar. La palabra que esconden es "arrendar". La esconden porque suena fea, suena a pobreza y sobre todo, suena a precariedad. Nadie quiere arrendar un libro. Todos queremos tener un libro, aunque sea en formato digital.

La era digital fue en un principio una bendición para aquellos que éramos candidatos al mal de Diógenes: libreros atestados de títulos que aguardaban por décadas para ser leídos ahora podían ser reemplazados por un e-reader o una Tablet. Un iPod (qué palabra antigua y qué hermosos recuerdos trae) podía contener discotecas completas. El problema siempre fue –nosotros no lo veíamos así, claro- que venderle discos duros adornados a la gente no era tan buen negocio como venderles artefactos captadores de contenido que flota en algún lugar y que puede reemplazarse en cualquier momento.

Algunos recalcitrantes culpan de la situación actual a gente como Steve Jobs. Yo más bien creo que el origen de todo es más antiguo y radica en un elemento que conocieron nuestros padres y que todavía nos da dolores de cabeza: la tarjeta de crédito. Una vez que concebimos la idea de poseer un rectángulo de plástico cuya exhibición reemplazaba al dinero contante y sonante estuvimos fritos. No lo sabíamos entonces (¿cómo podíamos saberlo?) pero al firmar esos largos e ilegibles contratos con los bancos revelamos algo muy humano: eramos capaces de tolerar la abstracción, en tanto nos diera el alivio instantáneo de llevarnos el bien o el producto a nuestras casas.

De la idea de comprar en base a una abstracción a la idea de comprar abstracciones disfrazadas de productos sólo había un paso, que fue dado gracias a la tecnología. Hoy somos dueños de la sensación de ser dueños. Tenemos una membresía en Netflix o Spotify o en el servicio de streaming que logremos contratar. La comodidad de llevar nuestras preferencias en el teléfono está a años luz de la torpeza y el sacrificio que vivieron los melómanos o cinéfilos de generaciones pasadas. Cruzar la ciudad para ver una película que sólo se exhibe en una sala suena como algo romántico, una aventura, a lo más una quijotada para contar en redes sociales.

Pero el sistema no es perfecto. A la mayoría de los jóvenes que conozco y que usan internet les da lo mismo. ¿Tener una repisa de libros físicos ocupando espacio en tu dormitorio? Puaj. Además, si de verdad quieren conservar en sus computadores la copia de un juego o de un cómic digital, existen el pirateo, el torrent, la trastienda fea pero ubicua de las descargas. Somos los más viejos los que quedamos en el medio, tratando de entender que aquello que compraste en realidad no es tuyo, que deberías haber hecho un respaldo, que el problema no es el sistema, sino tu propia ingenuidad.

A veces, recorriendo galpones del persa Bío Bío o librerías de viejo en el centro, uno se topa con libros o discos que llevan el nombre de sus antiguos dueños anotado en una esquina. A veces hay colecciones completas y uno intuye que lo que tiene enfrente, tirado sobre un plástico, es el recuerdo de una muerte, de una familia desmembrada o de un proyecto personal que se hundió en una quiebra. Los objetos físicos tienen méritos frente a lo digital, pero sobre todo, son incómodos: la historia que vivieron no se borra con un click.

Una vez compré un libro en el persa Bío Bío que andaba buscando desde hace mucho tiempo. Era una edición de los perdidos años ochenta. Tenía una dedicatoria en la segunda página: "Para Susana, de su madre, que extraña sus visitas". Nunca supe quién es Susana, aunque espero que haya visitado a su madre con más frecuencia. Nunca supe por qué el libro llegó a una tienda de viejos. Lo tengo en el estante, todavía no lo leo. Lo compré para tenerlo y, si lo cuido, seguirá en ese estante en veinte años. El mundo digital me gusta, pero tiene un elemento profundamente antipático: la insolencia con que me recuerda que un día voy a morir y todo lo que me rodea terminará en los galpones del Bío Bío.

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