Columna de Marcelo Contreras: No hay lugar para bandas

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Los solistas dominan las preferencias del público joven reflejando una era donde el modelo alienta al individuo, el triunfo personal y la inmediatez, por sobre los proyectos colectivos.



La historia de la música popular del último siglo es un repliegue constante para las grandes alineaciones, como un gigantesco glaciar que desaparece inexorable. Con el declive del rock casi no hay sitio para bandas, son una rareza en los listados de popularidad. Los solistas dominan las preferencias del público joven reflejando una era donde el modelo alienta al individuo, el triunfo personal y la inmediatez, por sobre los proyectos colectivos.

Las primeras víctimas de esta permanente reducción fueron las grandes orquestas que a mediados del siglo pasado observaron (primero con desdén y luego espanto) cómo los pequeños grupos de rock ocupaban su lugar, sintonizando con los nuevos gustos juveniles en las décadas 50 y 60. Para los empresarios de espectáculos fue una bendición porque abarataron los costos. Decenas de artistas podían ser reemplazados gracias a una sencilla alineación de guitarra, bajo, batería y teclado. A su vez, las exigencias para ser músico de rock eran más sencillas. No era requisito estudiar ni leer partituras, sino estar asociado a una banda con el espíritu de una pandilla deseosa de experiencias.

Si la tecnología aplicada a los instrumentos y equipos de sonido significó la retirada de las orquestas hacia los programas de televisión, ahora las bandas resisten su extinción en giras y festivales. Pero basta revisar los principales listados de Billboard o plataformas como Spotify, para constatar que los grupos están prácticamente desterrados en los gustos de los jóvenes, el target que más música consume.

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Esta semana, entre los primeros 100 números del top 200 de Spotify hay apenas cuatro bandas: The Neighbourhood, Glass Animals, Imagine Dragons y Maroon 5.

La primera estaca en el corazón de los grupos la clavó el hip hop al demostrar hace más de 40 años, que no era estrictamente necesaria una numerosa banda funk para dominar el ritmo, sino samplear lo necesario. Un micrófono, una tornamesa y listo. La cultura electrónica con sus DJ’s superestrellas ni siquiera necesita del micrófono. Sólo es música con acento bailable.

La tecnología sigue democratizando accesos a la producción musical que antes eran cuesta arriba. Börjk y Damon Albarn han compuesto en tablets, como Billie Eilish graba un disco en el dormitorio y se lleva un Grammy. Pierden sentido las complejidades y dinámicas de una banda, en colisión con las premisas reinantes donde priman la urgencia y los resultados inmediatos. Los instrumentos requieren larga dedicación para ser meridianamente dominados, y siguen siendo caros en comparación a programas que permiten tocar virtualmente lo que sea. Ensayar requiere gastos en arriendo de sala y coordinar tiempos entre varias personas, mientras un artista que pretenda carrera en el urbano no necesita lidiar con nada de lo anterior, sino aprovechar las herramientas digitales sin consultar ni conciliar demasiadas opiniones. La complicidad y el logro colectivo inherentes a una banda son tradiciones camino a desaparecer, al menos en las actuales exigencias del estrellato musical.

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