
Del circo al teatro

Corría la década de 1950 y mi abuelo materno, titulado de agrónomo en la Chile con el segundo lugar, había perdido la beca que se otorgaba solo al primero para perfeccionarse en Estados Unidos. Aburrido de administrar Alicahue, la hacienda de su padre, se le ocurrió una idea: entretenerse montando un circo ambulante.
Se lo propuso a su secretario y al administrador, y fueron a los potreros a sacar a los inquilinos de sus ocupaciones.
—Suelten esas carretillas, esos chuzos y azadones. ¡Vamos a montar un circo!
—¿Y cómo se llamará?
Mi abuelo, que era admirador de “Las águilas humanas”, circo famoso por entonces, contestó:
—Se llamará: “Los jotes humanos”.
El nombre causó gracia, a pesar de que los jotes son aves pequeñas y carroñeras que apenas consumen un cadáver.
Pensaron en amaestrar un puma, pero alguien objetó que para eso habría que capturarlo muy pequeño, casi recién nacido.
Miraron la punta de un cerro, donde una cabra parecía una gárgola viva y blanca sobre la aguja más alta de una catedral. Fueron por la cabra, se la compraron a la cabrera y la llevaron al plano. Primero la hicieron caminar por una cuerda a dos centímetros del suelo, luego a cinco, diez, cincuenta, un metro, dos, cinco, diez. Finalmente, el sol impedía verla en lo alto del mediodía.
Un circo necesitaba una banda de música. Mi abuelo fue a la escuela del lugar y le contó su proyecto al director, también único profesor, un músico comunista, caballero culto de antaño cuya sola presencia ilustraba a la República.
—Bien —dijo el profesor—. Manos a la obra. Compre flautas, cajas, platillos, un bombo, un saxofón, un xilófono".
Al cabo de un mes, ya tenían a la cabra en los cielos y la banda de música en la tierra conformada por los niños de la escuela. Faltaban los payasos. Todos los inquilinos tenían sentido del ridículo, así que mi abuelo le informó al administrador:
—Si nadie se atreve, nosotros dos seremos los payasos.
Cuando el patrón y su mano derecha se disfrazaron de colores y se pintaron la cara, diez empleados se atrevieron también.
Mi abuelo compró una gran carpa con sus mástiles y unas estructuras de fierro y madera que hacían de gradas. Fue donde la muchacha que sacaba cuentas a toda velocidad en la caja de la pulpería y le propuso:
—Tú serás la que cobre las entradas.
El circo partió a recorrer con gran éxito las provincias cercanas y se hizo tan famoso que el padre de mi abuelo, un viejo cacique, nacido en 1871, decidió poner orden:
—Es cierto que pertenecemos al Partido Liberal, pero no por eso vamos a hacer el hazmerreír. ¡El circo se acabó!
—Pero —protestó mi abuelo— toda la gente se ríe.
—Claro que se ríe… se ríe del patrón que da risa —sentenció el anciano, poniendo fin a la aventura.
Sin embargo, mi abuelo reunió el dinero de las entradas y con él construyó el Teatro de Alicahue, que todavía se mantiene en perfecto estado, con su taquilla, butacas, camarines y bar a un costado. Tiempo después, se lo bautizó con el nombre de Julio Martínez, el periodista deportivo y querido amigo.
Por Joaquín Trujillo, investigador CEP
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