Columna de Daniel Matamala: La ciudad de la furia

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"El país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil", escribía en 1829, contando sus primeras impresiones sobre Chile, Andrés Bello. Ese ha sido el contrato social implícito desde entonces: la clase dirigente hace prosperar el país, y el resto se mantiene dócil.

Las sociedades modernas se sostienen en un delicado equilibrio. Por más poderosos que parezcan el Estado y su fuerza represiva, dependen del respeto tácito al orden social. Si un día los ciudadanos deciden dejar de parar en las luces rojas, concurrir a sus trabajos o pagar el Metro, el sistema no se sostiene: no es posible tener a un carabinero en cada semáforo, cada cubículo y cada torniquete.

Para esa gestión existe la política: el sutil arte de escuchar las demandas ciudadanas y traducirlas en políticas públicas efectivas. Es la renuncia a esa gestión la que explica el "Santiagazo" que convirtió a la capital de Chile en una ciudad de la furia.

El jueves, cuando el malestar social arreciaba, el Presidente dio una entrevista al Financial Times, comparándose con Ulises por su estrategia para no escuchar los cantos de sirena: "Él se ató al mástil de un barco y se puso trozos de cera en las orejas para evitar caer en la trampa. La sirena llama. Estamos dispuestos a hacer todo por no caer en el populismo, en la demagogia".

Antes, el ministro Monckeberg había sugerido entrar al trabajo a las 7.30 para llegar más rápido, y el ministro Fontaine, tomar el Metro a las 7.00 para evitar el alza. Cuando se registraban los primeros casos de evasión masiva, el Presidente Piñera calificaba a Chile como "un verdadero oasis en medio de esta América Latina convulsionada".

Fue una protesta lenta, que subió en intensidad gradualmente, con muchos momentos para reaccionar. Pero no hubo más que dos respuestas: la tecnocracia y la represión. El panel de expertos define la tarifa, las Fuerzas Especiales la hacen cumplir. Planillas Excel y lumas, mientras la política permanece ciega, sorda y muda. A las 19.15 horas del viernes, el ministro Chadwick se limitó a amenazar con la Ley de Seguridad del Estado, sin una sola palabra sobre el fondo de las demandas. El día anterior, La Moneda ya había echado más combustible al fuego, al tratar la evasión de "delincuencia pura y dura", y a quienes se manifestaban como "hordas" y "delincuentes".

Esas palabras ("evasión", "delincuentes") tienen una carga pesada en Chile. La evasión surgió en 2007 como la primera grieta del contrato social ante el desastre del Transantiago. Miles de santiaguinos decidieron que, si la tecnocracia dirigente era incapaz de cumplir su deber (proveer transporte), ellos tampoco tenían por qué honrar su parte del contrato y pagar su tarifa.

Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.

La respuesta fue el Registro de Infractores, la mejor prueba del doble rasero de la clase dirigente, que publicaba una lista de la vergüenza con los evasores de pasajes, y al mismo tiempo justificaba y amnistiaba sus propias evasiones: las empresas zombis, los perdonazos de impuestos, las boletas ilegales y los paraísos fiscales. Esas evasiones no entran en ningún registro y se tratan con extremo cuidado en el lenguaje.

Desde el poder se cataloga de "delincuente" a quien evade un pasaje de 830 pesos, pero jamás se ocupará tamaña palabra para referirse a evasores como los estudiantes de ética Délano y Lavín, quienes evadieron impuestos por 857.084.267 pesos cada uno. Eso equivale a 1.032.631 pasajes; un trabajador que evadiera el Metro dos veces al día tendría que vivir 1.414 años para igualarlos.

Seamos claros: fue esa élite la que rompió el contrato social al consagrar su propia impunidad, y al hacerlo tapó la olla, subió el fuego al tope y se tapó los oídos para no escuchar cómo el agua entraba en ebullición. Para peor, el desprestigio permeó a instituciones como la Confech, que en 2011 había servido como catalizador de una protesta social que superaba con mucho el tema educacional. Sin ese cauce, el resultados son explosiones inorgánicas, sin pliegos de peticiones, vocerías ni negociaciones.

Y que estallan con violencia irracional. Qué paradójico que sea una empresa pública, símbolo de integración social como el Metro, la que pague los platos rotos del pillaje de grupos de vándalos. Y qué lamentable que parte del Frente Amplio y el PC , presas del infantilismo revolucionario, no sean capaces de trazar una línea clara entre el legítimo malestar social y el inaceptable vandalismo del lumpen.

¿Por qué ocurrió hoy, en octubre de 2019? Las planillas Excel otra vez quedan sin respuesta. Ni el costo del transporte, ni la inflación, ni el desempleo, ni los sueldos reales son peores que hace dos o tres años. Lo que ha desaparecido es el horizonte. Si Bachelet 1 y Piñera 1 fueron símbolos de cambio (la igualdad de géneros, la alternancia en el poder), Bachelet 2 y Piñera 2 agotaron el stock de esperanzas. Enterrada la retroexcavadora y sepultados los tiempos mejores, hace tiempo se incuba el ruido sordo de la falta de un proyecto país, de un camino al desarrollo, de una meta compartida que dé sentido a las penurias cotidianas.

Si el país no prospera, el pueblo se vuelve indócil.

Y la imagen final llegó con la fotografía del Presidente de la República cenando en un restaurante de Vitacura mientras Santiago literalmente estaba en llamas. Que la pizzería en cuestión se llamara Romaria confirió al asunto un aire a lo Nerón.

A medianoche, el fracaso de la política les entregó el mando a los militares: vaya déjà vu. De hecho, el único vocero competente en la noche de furia fue el general Iturriaga. Tras un día en que los políticos se disfrazaron de un discurso militarizado, fue un militar el único que al menos trató de empatizar con la bronca y el miedo de la gente y proveerles confianza y contención.

O sea, hacer política.

Volviendo a Andrés Bello. Cuando el país no prospera, cuando los horizontes en común se diluyen, cuando la clase dirigente se jacta de su impunidad, cuando el pacto social se rompe desde arriba, tal vez el pueblo deja de ser dócil.

Y cuando no hay política que encauce esa legítima indocilidad, el espíritu primitivo de la violencia se desata.

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