Normales e invisibles



Por Francesca Zaffiri, investigadora en Fundación P!ensa

La crisis desatada por la pandemia nos ha llevado a un 2021 que será todo menos tranquilo, pues viviremos a lo menos tres procesos que marcarán la historia del país. Por un lado, estamos experimentando el avance de la vacunación que, de continuar el exitoso ritmo que se le ha acuñado, permitirá que comencemos a superar el Covid-19 para poder ir recuperando todo lo que hemos perdido en el proceso, volviendo a una suerte de nueva realidad. No obstante, ir dejando atrás la crisis pandémica significa, entre muchas cosas, recordar otros fenómenos que quedaron inconclusos. Uno de ellos, la protesta violenta que caracterizó al estallido social, y que continúa presente en el diario vivir.

Si bien desde marzo del año pasado a la fecha hemos tenido libertades restringidas, eso no ha provocado el cese de los actos de violencia, porque no solamente ocurren los desmanes a la figura del general Baquedano en Santiago. Hay otras comunas, como Valparaíso, que viven diariamente con barricadas y desmanes en Avenida Ecuador, plaza Victoria y sectores que son cruciales para los locatarios. Porque a pesar de que no salga en los medios, no significa que no ocurran. Las comunas llevan conviviendo con la violencia desde el 2019, y para infortunio de todos, ha terminado normalizándose.

Esto, porque varios, incluido políticos, han aceptado –y otros se resignaron– que la violencia sea un legítimo mecanismo de presión, una forma de expresión válida ante los desperfectos del sistema y la crisis sociopolítica. No obstante, normalizar la falta de respeto a las normas básicas de convivencia genera costos muy altos para las personas que sufren diariamente con la irracionalidad, porque se pierde patrimonio, se cierra el comercio local, se pierden empleos, y se genera más violencia. Un círculo vicioso que termina invisibilizando otros peligros que trae normalizar la violencia.

También tiene fuertes costos políticos. No necesariamente hacia la clase política, sino más bien hacia el proceso democrático. Es menester recordar que este 2021 es un año electoral, en el que no solo se elegirán a quienes redactarán la nueva Carta Magna, sino que además habrá un recambio programático de la clase política electa completa. Y como los fenómenos no ocurren de manera aislada, la combinación entre elecciones y violencia es todo menos positiva. Pues la experiencia comparada nos dice que, incluso en los casos en los que las personas logran efectivamente votar, la exposición a la violencia en tiempos electorales disminuye la confianza en el proceso democrático y en las instituciones que lo llevan a cabo, deteriorando la calidad de la democracia.

A pesar de estar viviendo la peor crisis de confianza de los últimos años, una de las pocas instituciones que aún posee una fuerte legitimidad es la electoral. En Chile estos procesos y sus resultados no son causa de duda, sino de aceptación, pues hay un respeto intrínseco al proceso del sufragio y al hecho de que las elecciones democráticas significan aceptar la derrota del adversario. Sin embargo, la normalización de la violencia bien puede llegar a socavar este proceso que continúa siendo intachable, eliminando el resquicio de legitimidad que le queda a la política. Quedando cada vez menos para que comience el cóctel electoral de este año. ¿Cuán necesario será entregar una oportunidad a la irracionalidad al alargar la elección de abril? ¿Cuán manchados podrán verse los resultados de los comicios de abril y noviembre por la violencia?

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