Solidaridad



Por Vicente Hargous, coordinador área legislativa Comunidad y Justicia

Agosto: corre la cuenta regresiva para el plebiscito y los últimos meses de este gobierno, terremoteado esta vez no por las placas tectónicas, sino por la famosa “contingencia” política y social primero, hoy por la sanitaria y, próximamente, por la económica. El problema político que tenemos no se va a arreglar con la operación avestruz, cerrando los ojos “por el coronavirus”, y la discusión de fondo sobre cómo nos relacionamos es urgente. Salir de la lógica individualista podría ser una posible respuesta para reconstruir la reconciliación de los chilenos, medianamente resquebrajada, como pudimos ver en octubre.

Agosto, mes de la solidaridad, puede ser una ocasión ideal para sacar el polvo a este principio tan olvidado por el esquema binario de izquierda-derecha.

La solidaridad es un concepto manoseado pero incomprendido. Como virtud, en palabras de Juan Pablo II, es “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común”. Pero el punto central es que no se trata únicamente de una virtud (ni mucho menos, como alguna vez se ha dicho, de un sentimiento). La solidaridad es también un principio constitutivo y normativo del orden social, complemento necesario de la subsidiariedad (en sus faces activa y pasiva). Sin embargo, no es estatismo socialista. La comunidad política no es un conjunto de sujetos unidos por intereses comunes, sino que es un todo constituido por las acciones de sus partes (que son las personas y las sociedades menores) en orden a un fin, que debe ser el bien común. Por eso, existe una interdependencia de las personas y de los cuerpos intermedios entre sí, y del todo respecto de ellas, que exige lo que el Magisterio de la Iglesia Católica ha llamado “opción preferencial por los pobres”, pues en bien del todo implica el bien de sus partes…

¿Cómo podríamos pretender estar bien cuando otros padecen injusticias o no tienen ni lo mínimo? “La solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos”, como dijera Benedicto XVI, y esto no solo en el plano de los individuos, sino también de los municipios de una misma región entre sí, de las regiones entre ellas, y del Estado como un todo. Con todo esto, salta a la vista que la subsidiariedad sola no basta (ni siquiera con un especial énfasis de la faz activa del principio).

Podría objetarse que esto es cháchara, alejada de las decisiones políticas reales y del Derecho Constitucional. Nada más falso: no nos da una respuesta determinada, pero sí ilumina las alternativas posibles. Una de las lecciones que deberíamos sacar del 19-O es la influencia decisoria de lo simbólico en el orden social, la importancia central del relato político y de las ideas que permean en la sociedad a través de la educación y las leyes.

Las normas jurídicas, y sobre todo la Constitución, sirven como criterio para interpretar normas, tienen una dimensión educativa que repercute en las personas y en la sociedad, en la enseñanza del Derecho, en el discurso político. ¿No sería distinto el discurso político si partiésemos de esa base? ¿No se sentirían acaso más involucradas las personas de carne y hueso en esta tarea común que es Chile? ¿No podría ayudar a que el Estado deje atrás lujos de países desarrollados, cuando aún hay personas sin una vivienda digna en Chile? La traducción de los principios en prácticas concretas la realiza la política, que es contingente, pero el principio es un pilar necesario para pensar cómo mejorar el sistema de pensiones, buscar salidas para que los trabajadores tengan participación en las utilidades de las empresas, pensar un modelo de trabajo que permita conciliar las exigencias del trabajo con la vida familiar, recordar los deberes constitucionales (cuyo principio es también el orden a la totalidad) y un largo etcétera.

Sin solidaridad, la subsidiariedad no solo no se entiende, sino que termina además llevando a la sociedad a un forcejeo del poder de ciertos particulares con el Estado, en lugar de estructurar la armonía de la unidad social en torno a la búsqueda de un mismo fin, que es el bien común. Si efectivamente la solidaridad es un principio constitutivo y ordenador del orden social, es necesario que sea consagrado expresamente en la Constitución, reconociendo la mutua interdependencia ya señalada y estableciendo directrices para evitar paradigmas individualistas, para que la libertad personal se use en beneficio de los demás y para que el Estado se enfoque primordialmente al auxilio de los más desfavorecidos.

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