Un triste final



Por Daniel Rodríguez, director ejecutivo de Acción Educar

Las iniciativas populares de norma fueron una alternativa de participación ciudadana en el proceso constituyente bastante innovadora en el país. Esta opción surgió durante la discusión del reglamento, cuando el debate constituyente para la opinión pública era todavía pura ilusión y expectativa. La idea era simple y poderosa: cualquier ciudadano podía formular iniciativas de texto para la nueva Constitución y, en el caso de reunir 15.000 apoyos, esta tendría la oportunidad de ser discutida por la Convención.

Muchas organizaciones se movilizaron para conseguir apoyos, y dado la importancia que tiene para el país, la educación fue tema relevante. Nueve de las 77 iniciativas que lograron las firmas necesarias abordaron educación. Las dos más votadas en educación sumaron cerca de 60.000 firmas, y ambas proponen, con algunas diferencias, alternativas para que el texto constitucional consagre de forma correcta la libertad de enseñanza y el derecho preferente de los padres a elegir la educación de sus hijos. Siendo estos derechos humanos consagrados en los tratados ratificados por Chile, no es raro que contaran con este apoyo.

Pero al igual que ocurre con la Convención, la imagen y el simbolismo fueron inmensamente superiores a la realidad. Se supo que las iniciativas populares que lograron los apoyos no serían discutidas “en la Convención”, sino en comisiones, y que no serían votadas por los dos tercios que sustentan el acuerdo, si no por mayoría simple. Asimismo, cuando se prometió que las iniciativas más apoyadas serían debatidas y discutidas, nunca se mencionó que se les daría apenas cinco minutos para exponer. Un trámite, por decir lo menos.

Lo cierto es que cinco minutos fueron una eternidad comparada con el tiempo que se tomaron los convencionales en rechazar las propuestas populares sobre educación que defendían la libertad de enseñanza y el derecho preferente de los padres. Sin consideración alguna, un proceso que duró meses y convocó a miles de personas, fue despachado en el tiempo que demoró la votación de una mayoría simple en una comisión, que ha mostrado, además, fracasar en sus intenciones frente al Pleno. Bastaba oír a la mayoría de los convencionales, y revisar sus votaciones en el reglamento, para saber que la libertad no era una materia de su preferencia, y por ello era importante mostrar que había ciudadanos dispuestos a defenderla bajo las reglas que los convencionales pusieron. Pero ante el éxito, bajo sus propias condiciones, la respuesta fue un portazo.

Es evidente que el rechazo de las iniciativas populares era una posibilidad, pero no es ese el problema. Cualquiera que esté dispuesto a competir debe saber perder. Sin embargo para la Convención, que ha hecho del simbolismo, la retórica y la performance una obsesión, el trato que han recibido las iniciativas populares no ha sido el apropiado. La idea que queda es cuando la opinión de la población, aunque sea masiva, es opuesta a mi parecer, puede despreciarse y obviarse sin consideración, y que el diálogo solo es necesario entre quienes ostentan poder real y concreto. Dudo que esto calce con la alta opinión que tiene la Convención de sí misma.

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