Por Carolina MelcherNovias a dieta: el día del matrimonio como examen de “belleza”
Entre la ilusión y la exigencia, el matrimonio se volvió otro escenario donde el cuerpo femenino se mide y se corrige. Una cosa es querer verse distinta ese día, sentirse especial, jugar con los colores, los brillos o una estética que refleje lo que somos, pero otra muy distinta es sentir que debemos cumplir con un estándar ajeno para ser validadas.

El día del matrimonio —ese que se supone debería ser mágico, inolvidable y lleno de amor— muchas veces se convierte en una coreografía de estrés. Los invitados, las flores, el menú, las servilletas del tono exacto, los conflictos familiares, las expectativas ajenas. Todo parece diseñado para complacer a los demás, menos a quienes realmente se casan.
Y como si todo eso fuera poco, se suma una presión más silenciosa, pero igual de implacable: la estética. Ser novia, en esta cultura, no es simplemente comprometerse con alguien; es comprometerse con un ideal. Con el mandato de “lucir perfecta”, como si la felicidad dependiera del ángulo de las fotos o de cuánto se marque la clavícula bajo el vestido.
Está completamente normalizado que figuras públicas e influencers documenten su “proceso de transformación” antes del matrimonio, como si casarse también implicara una promesa con la balanza. Se habla de novias fit, de “cómo llegar al altar con tu mejor versión” o de “los tratamientos que toda novia necesita”. Lo que hay detrás de esos mensajes no es bienestar, es cultura de la dieta y gordofobia maquillada de amor propio.
Basta buscar en internet “preparativos para la boda” para encontrar una avalancha de artículos con títulos como “Cómo bajar tres kilos antes del gran día” o “Los tratamientos que te harán lucir radiante”. Es decir: antes de casarte, adelgaza. Antes de celebrar, corrígete. Antes de amar, cúmplele al espejo.
Un estudio australiano con 347 novias mostró que más del 50% planeaba perder peso antes del matrimonio, 40% haría dieta estricta y 67% aumentaría el ejercicio. La principal razón: las fotografías. Esas imágenes eternas que se convierten en evidencia visual de “cómo nos vimos” en el día que debería recordarnos, en realidad, lo que sentimos.
Hace siete años, en mi propio matrimonio civil, también sentí esa presión. No venía de mi entorno cercano, sino de algo más abstracto, pero igual de poderoso: las redes sociales. A pesar de que era delgada, no era “lo suficiente”. Recuerdo mirarme al espejo y pensar que tenía panza, que el vestido se me pegaba más de la cuenta. Usé una chaqueta encima, no solo por estilo, sino porque se veía el sostén y no quería sacármelo: me avergonzaba que se notaran mis senos caídos. Y no, no era inseguridad “sin motivo”. Era el reflejo de una cultura que te convence de que tu cuerpo nunca está listo para ser visto, ni siquiera en un día que supuestamente celebra el amor.
En mis redes sociales lancé una encuesta para conocer cómo viven esto otras mujeres. De 546 que respondieron, 420 reconocieron haber sentido muchísima presión por “verse bien”. Algunas contaron que sus familias les insistieron en bajar de peso; otras, que en la joyería les preguntaron si iban a adelgazar para ajustar el anillo; y varias, que las modistas asumieron que lo harían antes de la prueba final del vestido. Muchas hicieron dietas de 500 calorías, se sometieron a tratamientos reductivos o incluso a cirugías. Y las que no lo hicieron, igual sintieron el peso de la mirada ajena. Algunas empezaron rutinas de fuerza para “verse delgadas, pero con curvas”; otras se encerraron para no broncearse, o al contrario, se expusieron al sol para no verse “tan pálidas”. Todo por un día. Todo por una foto. Todo por encajar en el molde.
Pero las consecuencias no terminan ahí. Esta violencia estética deja secuelas: ansiedad, culpa, autocrítica constante y una desconexión profunda con el cuerpo. Muchas mujeres recuerdan su matrimonio no por la emoción del compromiso, sino por el miedo a cómo se verían en las fotos. No hay magia posible cuando el amor se vive entre la báscula y el espejo.
Lo más cruel es que estas exigencias no son decisiones libres. Son la consecuencia de una sociedad que enseña que una novia es, ante todo, un adorno: una pieza más de la decoración, cuidadosamente moldeada para lucir impecable. No se celebra el amor, se celebra la imagen del amor. Y en ese guion, el cuerpo femenino sigue siendo el escenario donde se escribe la aprobación social.
Una cosa es querer verse distinta ese día, sentirse especial, jugar con los colores, los brillos o una estética que refleje lo que somos. Pero otra muy distinta es sentir que debemos cumplir con un estándar ajeno para ser validadas.
Las presiones estéticas no nacen de la vanidad, sino del miedo. Miedo a ser juzgada, a decepcionar, a no cumplir con el ideal que el patriarcado vendió como “belleza”. Y esa violencia es transversal: aparece en los comentarios familiares, en las revistas, en los vestidos que solo llegan hasta cierta talla, en la fotógrafa que dice “cruza el brazo para que se te vea más delgada”.
Si vas a acompañar a alguien que se casa, o si trabajas en la industria de las bodas, revisa tus palabras y tus intenciones. No todo comentario sobre la apariencia es un halago. No toda sugerencia es “por su bien”. Tal vez, en lugar de preguntar por los kilos, podríamos preguntar cómo está durmiendo, si ha podido comer, si está disfrutando. Porque de eso se trata: de llegar viva, no perfecta. De recordar que el cuerpo no es la decoración del amor, sino la casa donde ese amor habita.
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