Volver a empezar tras terminar




“Toda la vida quise vivir fuera de Chile e interactuar con otras culturas, vivencias y costumbres. Pero lo curioso es que esa fantasía siempre involucraba a un otro; iba a conocer a un hombre extranjero, nos íbamos a enamorar, íbamos a armar todo de cero y él me iba a llevar a su país. ‘A llevar’, como si yo fuera una maleta.

Era un sueño personal, pero siempre en función de un otro que hiciera que todo esto fuera posible. Así lo imaginaba y así mismo lo buscaba. A lo largo de mi vida conocí a muchos extranjeros y me relacioné con ellos. Y de a poco fui forjando y reforzando un patrón; conocía a hombres que venían a pasar un rato a Chile, me enamoraba hasta las patas y luego ellos se iban. ¿Por qué se iban? Porque siempre se iban a ir, solo que yo le depositaba muchas expectativas a la relación, los idealizaba, me ilusionaba y creía que podía hacerlos cambiar de opinión. Pero el plan que ellos tenían nunca cambiaba y yo no figuraba dentro de él.

Y cada relación era más tormentosa que la otra, sobre todo cuando se iban y yo me daba cuenta de que otra vez no me iban a llevar.

Dentro de eso, hubo dos que fueron muy determinantes. La primera duró un año e incluso llegamos a convivir. Era un canadiense que estaba haciendo su posgrado en Chile y que me propuso empezar una vida juntos. El plan era encontrar un departamento para los dos cuando él volviera de un viaje. Pero cuando volvió, lejos de eso, me confesó que no me quería tanto como yo a él, que me había estado engañando y que se iba a vivir a Nueva Zelanda. Nuevamente yo no estaba dentro de sus planes.

Me sufrí mucho esa terminada y pasé por una depresión muy severa, que solo se exacerbó cuando supe que había conocido a otra persona acá en Chile, que se habían casado y que se iban juntos a Nueva Zelanda. Estaban cumpliendo el ideal y el sueño que había tenido yo.

Me costó mucho recomponerme, pero finalmente logré pararme y me fui de vacaciones a Costa Rica. Y ahí ocurrió de nuevo; conocí a un alemán, nos enamoramos, pasamos un tiempo juntos y luego no hubo más espacio para mí dentro de su vida. Me costó reconocerlo pero él ya no iba a venir por mí.

Esa vez ya no fue tan monumental la decepción porque yo ya había empezado a identificar ciertos patrones y los estaba trabajando en un proceso de terapia. ¿Por qué buscaba este tipo de relaciones? ¿A qué respondían? ¿Qué inseguridades o vivencias mías estaban detrás? Estaba triste y enrabiada pero eso mismo me sirvió para ir dilucidando ciertas heridas por trabajar. Había una figura que se repetía en mi vida y esa figura respondía a un hombre lejano que eventualmente se iba de mi vida como si nada.

A su vez, yo le depositaba mucha expectativa a la relación con ese hombre y hacía todo lo posible para que no se fuera. Me aferraba a él y eventualmente esa misma dinámica o sintonía hacía que termináramos alejándonos. Con el tiempo, y con mucha terapia, pude ver que habían ciertas experiencias de vida que sustentaban ese patrón; mi papá se fue cuando yo tenía un año y toda la vida traté de suplir esa ausencia agradándole a hombres que eventualmente se iban a ir.

Y qué mejor que un extranjero que estaba de paso para gatillar ese amor loco, fantasioso y poco sano por el cual yo sentía que tenía que desplegar mis plumas –cual pavo real– y en poco tiempo hacer todo lo posible para que se quedara, como si eso me fuese a convertir en una persona más valiosa.

Con la terapia me di cuenta de que el amor propio, por más manoseado que esté el concepto, se trata de amarse porque sí, por el solo hecho de ser, de respirar, no porque logras que alguien se quede contigo. Así mismo, el que te ama, te valora por el solo hecho de ser, y no porque le hiciste desayuno o porque hiciste algo en particular. Pero yo aun no lo sabía y cuando me enamoraba ponía play a una serie de mecanismos de defensa, miedos e inseguridades que me hacían actuar en pos del otro y no en base a lo que me hacía sentido a mí.

Ya después de esa relación empecé a cuestionar muchas cosas. Y lo que realmente detonó un cambio fue cuando, justo antes de la pandemia, se me activaron dos hernias cervicales producto del estrés laboral. Pasé toda la pandemia dopada y sola, con un dolor que me inhabilitó por completo. Y cuando pude superar eso ya no hubo vuelta atrás; no quería vivir mi vida así. La vida era más que cumplir con el deber ser, más que tener un trabajo estable y más que tener una pareja a toda costa.

A mis 46 años –una etapa de la vida en la que la mayoría de mi entorno está totalmente asentado y establecido– me di cuenta de que no se trataba únicamente del trabajo y del estrés, sino de cambiar una estructura. Comencé entonces mi búsqueda por el cambio.

Me fui a Costa Rica en enero de 2022 a hacer un voluntariado cuidando animales y al fin me sentí libre y tranquila. Fue ahí que vi que se podía optar por una vida y un formato distinto. No iba a pasar otra pandemia sin hacer lo que quisiera. Volví del voluntariado, ahorré plata, renuncié a mi trabajo, a mis dinámicas y a mi zona de confort, y empecé una vida nueva en un país centroamericano, un lugar en el que por ahora creo que hay más libertades y flexibilidad; un lugar no tan exitista como Chile y en el que se entiende la importancia de la calidad de vida.

Puede que en un futuro cercano me encuentre con que todo esto también es una fantasía, y que este lugar termine siendo igual de rígido, pero me quiero arriesgar y lo quiero intentar, con todo lo que eso conlleva; hacerle frente a los miedos, al insoportable peso del deber ser, a las dudas, a los prejuicios, a los comentarios de los demás y los fantasmas pasados.

Y es que a mi edad, estando soltera y sin hijos, la sociedad te encasilla y te hace sentir como que algo anda mal. Como si no hubiese cumplido con el check list etario. Y es muy fuerte, porque nos rodea una industria del bienestar que nos dice ‘quiérete y quiérete rápido’, como si se lograra así nomás, y a su vez una sociedad que nos inseguriza, estigmatiza y exige a diario.

Confieso que esto no es fácil y que todos los días lucho con mis demonios. Este tipo de procesos no están exentos de miedos y dudas, y los míos son muchísimos. Que voy a fracasar, que no voy a conseguir trabajo, que voy a tener que volver. Incluso que no voy a conseguir pareja cuando la verdad de las cosas es que siento que no me falta una. Porque veo a parejas que están tristes, que se mienten, que se quieren divorciar y no lo hacen por los hijos y digamos que no es la gran panacea tampoco. Pero aun así es el deber ser y eso pesa.

Y es que me cuesta mucho ver lo que he conseguido y más bien veo lo que me falta. Porque a mi edad, y especialmente siendo mujer, tienes que tener pareja, hijos, una casa, ser CEO de alguna empresa, tener una carrera exitosa y ojalá un posgrado. Y yo ahora estoy en un camino totalmente distinto. Pero también solita me conseguí mi casa, me estoy atreviendo a habitar otros espacios, a partir de cero, soy fuerte, soy resiliente y me estoy moviendo en función de lo que me hace sentido, cosa que no muchos hacen, y menos sin pareja. Por eso estoy trabajando para poder decirme a mí misma ‘ojo que soy capaz de viajar sola, arreglármelas, dormir sola, conocer gente, dejar estructuras y no tener miedo’. Por ahora necesito que me lo diga alguien. Me lo dicen mis hermanas, mis sobrinos y mi psicóloga, que han sido los que más me apoyan en esta decisión.

El resto, muchas veces y sin malas intenciones, me ha preguntado si me fui porque estaba mal. Y es que Chile es tan conservador y tradicional que cuesta entender que uno se vaya por el simple hecho de romper estructuras y empezar de nuevo. Yo les digo que no estoy mal, que también tengo mi casita, mi hogar, pero que no quiero seguir igual. Claro que si me hubiese ido con alguien ahí no me cuestionarían tanto. La historia hubiese sido ‘conoció a un francés y se fue con él’. Pero ¿quién nos dice que estando en pareja vamos a estar felices? Puede que nos sintamos igual de solas.

En este tiempo me he dado cuenta que todo lo llevamos hacia allá; mis amigos me dicen ‘ahí te vas a enamorar seguro’, pero fíjate que no he conocido a nadie y estoy bien así. Por ahora estoy centrada en armar mi lugar, conseguir un trabajo, sentirme tranquila. El resto se verá después. Y puede que tampoco conozca a alguien más adelante, y eso también está bien. Lo que tengo que entender es que estoy en un lugar precioso, estoy ahorrando, me estoy atreviendo a hacer algo nuevo, estoy aprendiendo a ser más amable conmigo misma en tiempos en los que eso cuesta mucho, y de por sí eso ya es un éxito.

También me toca enfrentar los prejuicios propios de la región; como el hecho que un hombre aventurero que hace esto mismo tiene mucho más chipe libre. Es el soltero empedernido y se lo entiende. Pero a nosotras, no tanto.

Me ha tocado tener que hacerle frente a que todos me pregunten por qué estoy sola y hace un rato decidí decir que mi marido está en el hotel así no me molesten. Una vez incluso el taxista del aeropuerto me preguntó por qué venía sola y le dije que mi marido estaba descuartizado adentro de la maleta, pero que igual me lo llevaba a todas partes. Hay que saber reírse un poco porque esta es una carga que nos persigue.

Hoy quiero pensar que lo voy a intentar, pero estoy cada vez más consciente de que para eso hay que soltar fantasías y estar dispuesta y entregada a encontrarse con lo que se venga”.

Carolina Arriagada tiene 46 años.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.