El retrato de Mario Kreutzberger

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¿Quién soy? Telebiografía de Mario Kreutzberger fue escrita en los ochenta con asesoría de Alfonso Alcalde, que en aquellos años volvía del exilio en Europa. El texto narra el ascenso del animador más famoso de la televisión chilena, cuya vida a ratos parece sacada de un cuento del mismo Alcalde.


El dolor es mismo y tiene muchos años de antigüedad. Pienso en esa frase y la repito pensando en Tomé y en Alfonso Alcalde siendo devorado por un agujero negro abierto justo en el centro de su pecho. Ustedes saben. El mismo rayo de luz que anima una planta puede fulminar a un hombre triste. El dolor es el mismo y tiene siglos. Se abre por aquí o por allá. Mana como vieja fuente subterránea. Alfonso Alcalde sabía de estas cosas. O sabe. Sus textos están ahí, vivos aún. Como jardines creciendo sin estructura, borrando los senderos, humedeciendo el aire. Llamando a las aves a esparcir sus semillas.

Tengo estas ideas en mente mientras leo la biografía de Mario Kreutzberger en la que Alcalde ejerció de ghost writer. Publicado a beneficio de la Liga Chilena Contra la Epilepsia hacia finales de los 80, el texto, narrado en primera persona, nos habla de una vida sacrificada y exitosa. Kreutzberger, el payaso de un circo electrónico, el self-made man hecho carne por obra y gracia de su espíritu inquieto. Son 230 páginas por donde transitan sermones ridículos, historias increíbles, innumerables viajes, epifanías crudas y dulces. La vida de Kreutzberger no es una vida, es una novela de formación.

Una novela, por cierto, con momentos desternillantes. Momentos que en realidad parecen salidos de la afiebrada imaginación de un personaje de Alfonso Alcalde. Por ejemplo. Corre el año 1940. Los padres de nuestro personaje residen en Talca. Expulsados de Europa por la cacería nazi, logran establecerse en Chile luego de un largo periplo. Ya saben: la vida, a veces, es perversa y ridícula. Llega el día del parto. Annie Blumenfeld, madre del primogénito, contrata los servicios de una matrona alemana para el momento del parto. Su idea es borrar la barrera idiomática. La mujer, al parecer una agente nazi puesta en un lugar estratégico como la capital regional del Maule, deja al recién nacido abandonado "en un pasillo en medio de una corriente de viento y frío".

Del Kreutzberger sobreviviente pasamos al hombre inquieto, al detective de lo cotidiano, el escudriñador de historias. Donde quiere que vaya, como un Siddhartha enfrentado a la enfermedad y la muerte, la vida lo sorprende. De cada cosa, pareciese decirle, debes tomar una enseñanza. Como la chica que toma en su auto en Avenida Providencia. Desesperada y sin rumbo, le cuenta a nuestro héroe que debe ejercer la prostitución para sobrevivir. Este, conmovido, la entrega una suma de dinero para volver a su pueblo natal, con su familia. Diez años después, la mujer vuelve a buscarlo. "Somos una familia modesta", dicen, "pero se nos ocurrió agradecerle su gesto de aquella noche y por eso le trajimos este saco con paltas". Una recompensa cuantiosa para una filantropía desbordante.

Sabemos que Alcalde comenzó a trabajar en este texto luego de retornar del exilio. Su vida a esa altura era un árbol partido por un rayo. Había publicado, entre otras cosas, El panorama ante nosotros en Nascimento, ladrillo monumental, macizo. La Nahuelbuta de la geografía poética local. Trabajó en Quimantú e incluso vemos su nombre en los créditos del documental Entre ponerle y no ponerle (1971) de Héctor Ríos.

El exilio hace su trabajo. El exilio, digamos, es el hacha que hace leña del árbol caído que es Alfonso Alcalde en ese momento. En una entrevista a Antonio de la Fuente dice: "Nosotros vivimos una gran desolación insertos en la cultura europea. La soledad del hombre tocó nuestra propia soledad. Ese debe ser el libro más amargo que he escrito". Al volver se embarca en un montón de proyectos. De hecho —esto me lo cuenta Cristian Geisse vía correo electrónico—, Kreutzberger habría ayudado a Alcalde en sus momentos de inestabilidad económica, dándole trabajo como guionista en cápsulas de crónica roja.

De hecho, fue la biografía misma la que habría hecho ganarse la gratitud del show man. Y cómo no, si algunas anécdotas que abundan en el libro son narradas con un oficio que las hace parecer pequeños cuentos orientales. Como la de un artesano chino que, con sobriedad oriental, le cuenta al animador que en 22 años de oficio se ha dedicado a la elaboración de un único jarrón de jade: "Necesito 36 años de trabajo para que esta obra quede terminada", se nos cuenta, "Esa va a ser mi gran obra y ojalá alcance a hacer una segunda pieza".

Ni hablar de la transformación de Kreutzberger a Don Francisco, que parece un fragmento del Jekyll y Hyde de Stevenson: "A veces, Mario teme que Don Francisco lo termine devorando y entonces toma una decisión bastante práctica: los separa. Hace un trato con él y le dice: 'Yo, a usted, Don Francisco, le voy a proporcionar toda la materia prima producto de mi esfuerzo, pero le ruego que no me moleste, porque usted, Don Francisco, es una persona que se dedica a la televisión'". Don Francisco y Kreutzberger como dos planetas distantes alimentados del mismo sol, la escisión entre lo público y lo privado. O, a la manera de Alcalde, como el Salustio y el Trúbico. Delirante.

Es imposible saber cuánto de Alcalde hay en esa biografía. A ratos, parece que sus vidas se trasuntaran levemente. "Tom Sawyer sigue siendo mi guía, y en muchas oportunidades lo dejo atrás, porque parece ser un poco más lento que yo para organizar la próxima aventura y superar el peligro", se lee en un pasaje de la biografía y es imposible no remontarse a los múltiples oficios que Alcalde siempre contó orgullosamente dentro de su currículum: maderero en minas bolivianas, traficante de caballos, nochero de hoteles, editor, poeta, dramaturgo. Un sinfín de cosas que harían de una vida corriente un torbellino de estrés y antidepresivos.

Y aunque parece tocarse, están profundamente separadas. En un ejercicio algo forzoso de la imaginación podemos leer esta biografía como el Retrato de Dorian Gray de Alcalde. Mientras él envejece en Tomé, triste, olvidado, con ese viejo dolor tan conocido, esa desolación que tiene mil nombres pero una misma sintomatología, el otro parece ser una roca durísima de roer, el eterno fantasma de la televisión chilena, fagocitando su pasado para existir. Mientras uno se cuelga —imaginen cuánto dolor tiene que haber en un hombre para morir de esa manera—, el otro es el rostro oficial de la entretención en tiempos de dictadura.

Quedémonos con un consuelo: mientras uno es un supermercado, el otro es un jardín. Eso, supongo, debiese ser suficiente.

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