La sequía bajo la lluvia

Timothée Chalamet, Selena Gomez y Woody Allen
Timothée Chalamet, Selena Gomez y Woody Allen

Hubo una vez, hace décadas, en que Woody Allen entendía el mundo y ayudaba a perfilar el presente. Ahora provoca pena, incomodidad, lástima.


Tarantino sostiene que filmar no es una actividad geriátrica. Cree que el cine, al menos, es un deporte para jóvenes y que incluso se parece al box y pasada cierta edad es mejor tirar la toalla. A Tarantino le duele ver cómo talentos de primera comienzan literalmente a desarmarse frente a todos, creando obras que dan entre pena, lástima, pudor y vergüenza ajena. No sé que opinará de Un día lluvioso en Nueva York que al parecer no se estrenará jamás en Manhattan. Allen, de un tiempo a esta parte, se ha derrumbado frente a la opinión pública norteamericana. No así en otras partes que le dan el beneficio de la duda. Donde la duda es casi certeza es en si debería seguir filmando, si tiene algo más que decir, si es digno que alguien que llegó tan lejos ande tan cerca de la alcantarilla.

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¿Qué puedo decir de Woody Allen? Quizás lo que corresponde es no decir nada. No deseo decir mucho. ¿Es mejor callar? Cómo quise a este director, cómo lo admiré, cómo esperaba sus películas. ¿Fue mi director favorito? Fui fan, fui adicto, fui groupie. Veo trozos de sus películas claves y se me paran los pelos. Podría irme por la tangente y hablar de lo clave que ha sido, cómo ha inventado un mundo, un estilo, una forma de ver el mundo, así me ahorraría escribir mal o de manera cruel o sin inspiración de su último desastre que ni siquiera tiene el nervio suficiente para excitarse por lo mala que es. No es pavorosa, es inconsecuente.

Quizás podría escribir entonces en cómo llevó lo mejor de lo europeo al cine norteamericano y su idiosincrasia para crear una media docena de obras maestras (y al menos una veintena de cintas superiores). Un cómico certero que nunca fue un gran actor, pero sí una figura pop, de pronto comenzó a dirigir sus películas: primero, cintas guarras, locas, desordenadas que arrasaban en la taquilla para luego a fines de los 70s, crear tres monumentos fílmicos: Annie Hall, Interiores y Manhattan. Desde 1975, no ha parado de estrenar una cinta al año, casi. Gracias a sus filmes hemos ingresado al mundo de los intelectuales pedantes y poseros, del humor judío, de la comedia romántica neurótica, del drama bergmaniano adaptado a la clase alta neoyorquina. Hizo de Diane Keaton y Mia Farrow sus musas y las hizo grandes actrices. Aprendió a dirigir llamando a los mejores fotógrafos. Ha escrito grandes líneas, mejores personajes y guiones perfectos.

Es un artista clave del siglo 20.

Ya no lo es. Y ahora estamos en el siglo 21.

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Hace rato uno de mis ídolos me incomoda. No conecto. Me provoca rabia. Llevo años callando, engañándome, buscando los chispazos en filmes que parecen concebidos por un ser drenado de todo deseo de vivir y que ya simplemente no cree en nada: en la condición humana, en el cine, en sí mismo. Filma no de curioso sino para no quedarse en casa. No explora sino corta y pega. Lo que una vez parecían tics de genio ahora parecen mañas de un viejo gagá que se ha ido quedando solo: el jazz, despreciar la cultura pop, el cine de los 30, escribir a máquina, no querer las complejidades de un nuevo mundo diverso.

Manhattan fue una cinta cosmopolita y adulta que celebraba una ciudad que en rigor no existía en ese momento: era más Taxi Driver que una fantasía en blanco y negro al son de Gershwin. Es posible que Allen inventó el renacimiento de Nueva York: de un puerto decadente y al borde del colapso a una isla para ricos y turistas. Este artista (y eso es y nadie le podrá quitar sus triunfos) ha ido envejeciendo: de cuarentón histérico se ha ido convirtiendo ni siquiera en un viejo de mierda sino en un anciano encerrado en sí mismo.

Antes yo insistía en que la peor película de Woody Allen era mejor que la mejor de muchos cineastas mediocres, pero ya no me queda tan claro. Quizás todo se vino abajo con el fin de su lazo en los 90s con Mia Farrow y el escándalo mediático y legal que estalló al casarse con la joven hija adoptiva de su mujer, acusaciones de abuso hacia su hija, ruptura severa con su hijo periodista. Durante años sus supuestos pecados carnales o de falta de criterio no lo hundieron a nivel de distribución y rechazo moral como lo que sucede ahora, pero quizás por dentro algo sí que se quebró. No ha sido el mismo, ni se ha acercado a obras como Recuerdos, Hannah y sus hermanas o Crímenes y pecados. Ya no lo intenta o ya no conecta con ciertas pulsaciones que hacían que su cine era básicamente acerca de cómo relacionarse con el mundo.

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Lo cierto es que Allen no ha filmado nada tan portentoso e importante y clave como Maridos y esposas o incluso la ligera pero adulta Asesinato en Manhattan (la Keaton reemplazó a último minuto a Farrow) que ya data del 93. Es cierto que no ha parado de filmar y a veces han aparecido películas potentes (Match Point) y otras interesante como Un hombre irracional y hasta algunas burbujeantes pero inocuas: sus supuestas comedias intrascendentes donde pasea por Europa. Allen lleva muchos años filmando demasiado, de manera maníaca y acaso enferma, encerrándose en un mundo que no existe, que parece ajeno a todo, que da un poco de pena por lo desconectado y lejano de los misterios de La otra mujer.

Le tenía fe a Un día lluvioso en Nueva York. Partiendo por el elenco joven y de moda y guapo. Timothy Chamelet haciendo de Woody y dejando su vestuario fluido por chaquetas de tweed. Pero Allen patina con estos chicos y con una historia sin pasión, desarmadas, inconducente y poco creíble. Falla en el tono porque le importa poco. Es una de sus primeras cintas con celulares, pero en la cinta todos usan los fonos para hablar como si estuvieran en una cinta de los 40.

Rohmer ni Bresson, dos cineastas que, mientras más envejecían, filmaban historias más adolescentes y con gente menor, los deseaban y filmaban y observaban. A Allen, de seguro, le parece una tropa de lateros. A Rohmer y Bresson les interesaba lo feroz de ser joven y no entender. Aquí, al parecer, la gracia de este filme que parece filmado en un set, en un Manhattan de gente tonta y rica, hastiada (un cineasta sin pulso, un guionista extraviado), iluminados entre la lluvia con un sol ámbar por un amanerado Vittorio Storaro (claramente ya no es el colaborador clave de Bertolucci sino un viejo ondero que parece haber sido despedido de Vogue) donde todo, hasta las gotas de agua, parece falso. La chica joven rodeada y acosada por tipos mayores más que molestar o incomodar parece el relato de un viejo verde latero. La cinta posee una misoginia inexplicable que antes no estaba. Allen parece muy poco interesado en todos estos chicos que parecen expulsados de cuentos de The New Yorker de los 50. Hubo una vez, hace décadas, en que Allen entendía el mundo y, sobre todo, le interesaba y ayudaba a perfilar el presente (uno decía: esto es como una cinta de Woody Allen) y lo exploraba y acaso lo mejoraba. Nos hacía soñar. Ahora provoca incomodidad, pena, lástima. No supo retirarse a tiempo. Ver esta cinta te deja empapado de hastío, destilando rabia, a la deriva, recordando al amigo que perdiste y que estimulaba tanto. ¿Es la peor cinta del año? Para nada. Es algo peor: es una película intercambiable de un cineasta agotado y de un hombre acorralado que es incapaz de entender o maravillarse con el mundo que aún habita.

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