Columna de Marisol García: No eres lo que escuchas

En estos días en que Spotify comparte resúmenes que nunca pedimos sobre las escuchas propias y ajenas durante el año (“Wrapped” es el nombre del servicio, al acceso en cualquier teléfono), viene bien tomar distancia de la idea de que el gusto musical sea un indicador certero para conclusiones definitivas sobre el curso de las cosas.



Tienta creer que entre el consumo cultural y los más íntimos vericuetos personales existe un lazo firme, directo y revelador. Todo sería más fácil si, por ejemplo, las películas preferidas de un adulto dieran pistas sobre sus inclinaciones ideológicas; o si tan sólo conocer el pintor favorito de alguien nos pusiera frente a los ojos la radiografía de su esqueleto moral. Pero las cosas son, por supuesto, más complejas y enigmáticas.

En estos días en que Spotify comparte resúmenes que nunca pedimos sobre las escuchas propias y ajenas durante el año (“Wrapped” es el nombre del servicio, al acceso en cualquier teléfono), viene bien tomar distancia de la idea de que el gusto musical sea un indicador certero para conclusiones definitivas sobre el curso de las cosas. Que los temas más escuchados en 2022 en Chile provengan todos de músicos de trap, no convierte un tuit despectivo del tipo “por eso estamos cómo estamos” en análisis sociológico de referencia. Tampoco tiene de qué avergonzarse el votante progresista si a la casi impecable vanguardia de su ránking personalizado la mancharon demasiadas reproducciones de Harry Styles: hasta los espejos tienen distorsiones.

Harry Styles en Chile por Jaime Valenzuela

No es que lo que elegimos escuchar no sea elocuente de un montón de rasgos de nuestra personalidad, educación y entorno (que lo es, pregúntenle a Pierre Bourdieu). Es que en un panorama de sobreoferta de grabaciones, dinámicas sociales cambiantes y manipulación algorítmica más allá de lo que somos conscientes, quizás un playlist no sea la fotografía precisa que queremos creer que es.

Se supone que nuestro gusto musical es una expresión de libertad, incompatible con caricaturas y categorizaciones generales. Pero la verdad es que lo forjamos a tientas, determinados por patrones sociales indetectables, expuestos a cada escucha a la voracidad del mercado por captar nuestra atención. Aunque la música que nos enamora no es ninguna ilusión, no podemos ser tan ingenuos de creer que nos lleva hasta ella una selección completamente autónoma. Hacerte sentir único es parte del hechizo de la seducción.

La escucha vía streaming es un hábito ya no sólo asentado sino que probablemente indeleble. Hace un par de semanas, el conteo de reproducción musical digital en Estados Unidos superó por primera vez el trillón (un millón de millones) de plays, según datos de la firma de monitoreo Luminate.

No es sorprendente, entonces, que en paralelo comiencen a tomar forma pequeños activismos contra las plataformas de música y a favor del retorno a los discos. “Conoces más canciones, pero escuchas menos”, explica uno de los entrevistados en una nota en The Guardian sobre gente que renunció a Spotify, ya sea por disgusto con su lógica o con su (mezquino) esquema de pago a los músicos. Se abren así nuevas divisiones entre oyentes sumisos al algoritmo y quienes quieren imponerse a éste; pasivos los unos en su entrega al play, y concienzudos los otros frente al ritual que impone tener en las manos una grabación envasada. No es el qué sino el cómo escuchas lo que pronto dirá quién eres.

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