Flavia Costa: “Debemos repensar nuestras estrategias como especie”

La académica argentina, autora de Tecnoceno, plantea en esta entrevista con La Tercera que la Tierra llegó a un momento sin retorno porque los seres humanos están actuando “como agentes transformadores en la escala planetaria”. Según ella, esto quedó en evidencia con la pandemia. “Estamos agotando recursos que no sabemos cómo reemplazar”, advierte.


La era de las huellas sin fin, tanto en el mundo digital como en el real. Así es la era que comenzó hace 70 años, el Tecnoceno, y que la académica argentina Flavia Costa explica y proyecta con maestría en su último libro: Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida, que acaba de llegar a librerías chilenas.

¿Cómo llegamos a este momento sin retorno? Y, sobre todo, ¿cómo esta era digital ha redefinido nuestra vida personal, comunitaria y política? Esas preguntas y otras emergen en este ensayo inquietante y revelador, que además explica el modo como la pandemia ha acelerado todos los procesos. Más importante aún, la investigadora propone modos de resguardo frente a los avances tecnológicos -actuales y futuros- que pasan, necesariamente, por acuerdos globales compartidos. En el tecnoceno, desde el cambio climático hasta la regulación de la Inteligencia Artificial o la protección de los datos de las personas, se pasa por lograr mínimos comunes planetarios que, hasta ahora, han sido esquivos.

Flavia Costa es doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Es profesora asociada del seminario Informática y Sociedad y docente titular del seminario de doctorado Estética, biopolítica, estado de excepción. Desde Buenos Aires contesta vía correo las preguntas de La Tercera.

Dice que la pandemia es signo de una transformación epocal ¿Cómo lo define?

Una tarea urgente de los últimos dos años fue intentar entender cómo habíamos llegado hasta aquí. Atravesamos un acontecimiento que, a comienzos de 2020, parecía demasiado desconcertante: una pandemia que, en cuestión de semanas, afectó a casi todo el planeta. En abril de 2020 más del 90% de la población mundial tenía alguna limitación de movimiento. Ese mes escribí un artículo, “La pandemia como accidente normal”, que en parte impulsó este libro, porque toda la investigación que venía haciendo sobre la aceleración técnica y la digitalización me permitió poner en una serie histórica algo que podía parecer un hecho muy disruptivo.

¿No lo era?

No lo era tanto si teníamos presente el salto de escala que venimos produciendo en los últimos 70 años. Estamos actuando en la escala del sistema Tierra. Es decir, ya no solo actuamos en la escala individual; en la escala comunitaria; en la escala nacional e internacional: estamos actuando como agentes transformadores en la escala planetaria, algo que la pandemia mostró de una manera elocuente. Y esto nos obliga a repensar nuestras estrategias como colectivo, es decir, como especie.

Este salto de escala tiene que ver con lo que usted llama el Tecnoceno: ¿qué relación tiene con el Antropoceno, y cómo se define?

Tecnoceno y Antropoceno son términos que, desde el punto de vista del tiempo histórico, buscan nombrar lo mismo: la época en la que el humano se ha vuelto un agente geológico. Es decir, que la influencia de nuestro comportamiento sobre la Tierra comienza a dejar huellas en el suelo, la atmósfera y los océanos que pueden permanecer por cientos de miles de años, y poner en serio riesgo a nuestra especie y a otras especies. Uso el término Tecnoceno –que no es una creación mía, sino que ha sido sugerida por autores como Hermínio Martins o Peter Sloterdijk— buscando hacer más específica la noción de Antropoceno, que propuso en 2000 el químico Paul J. Crutzen para señalar que la actividad humana sobre la Tierra está siendo tan significativa como para implicar transformaciones que son, o están a punto de ser, irreversibles. La propuesta enseguida despertó controversia.

¿Por qué?

Parte de la comunidad científica no aceptaba el término; consideraba que era una tesis más política que científica. Pero en 2016, un equipo de geólogos realizó pruebas estratigráficas que mostraron la presencia de aluminio, hormigón, plástico, restos de pruebas nucleares y el aumento del dióxido de carbono, entre otras huellas en los sedimentos. Sobre esta base, en mayo de 2019, el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno votó por 29 votos contra 4 que el Antropoceno constituye una nueva capa estratigráfica en el planeta. Aunque aún debe ratificarse, ese fue un punto de inflexión. En esa misma reunión fechó su inicio hacia 1950, por los residuos radiactivos de plutonio producidos por la actividad atómica, cuyo rastro permanecerá por cerca de 4.500 millones de años. Es este dato el que me inclina a hablar de Tecnoceno, porque asocia la era del “antropos”, es decir del humano, con la capacidad poderosísima de afectar el planeta. Fue el desarrollo técnico el que impulsó el salto de escala que estamos atravesando.

¿Qué efectos tiene?

Así como nos permitió pasar de ser tres mil millones de seres humanos en 1960 a casi ocho mil millones hoy -con mejor salud y educación, con muchos más productos de consumo-, estamos agotando recursos que no sabemos cómo reemplazar. Por eso pongo el acento en el despliegue técnico, en las infraestructuras, en los modos de energía desencadenados y en las imaginaciones políticas, sociales y subjetivas que acompañan todo este movimiento. Otros investigadores hablan de Capitaloceno, señalando la economía política y las relaciones sociales de la acumulación capitalista como los grandes propiciadores de este salto.

¿Cuáles son las características más marcadas de esta era, además de que dejamos nuestra huella por todas partes?

Entre ellas, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, el incremento de la población humana y, con ella, de la urbanización, que como sabemos, no siempre se produce en las condiciones adecuadas. Se suman la alteración de ciclos biogeoquímicos como los del agua, del carbono y del oxígeno, la deforestación, la contaminación de suelos y napas por acción de fertilizantes y plaguicidas, entre otras mediciones. También ha aumentado la desigualdad socioeconómica, que es un tema clave. Por darte solo dos datos: según el informe de la ONG Oxfam de enero de 2020, 2.153 personas tienen más riqueza que los 4.600 millones de seres humanos más pobres del planeta, el 60% de la población global. Un tercio de la población del mundo no tiene agua potable en su casa y dos tercios no tienen servicios sanitarios.

¿Cómo se afecta todo esto por la pandemia?

El núcleo central del libro busca indagar en esos aspectos del Tecnoceno que no están relacionados directamente con la cuestión ambiental, sino con el entramado de datos, algoritmos y plataformas que organiza buena parte de nuestra vida social, que se expandió enormemente durante la pandemia. En un solo año, 2020, un 7% más de la población mundial comenzó a usar internet; más de 500 millones de personas empezaron a usar medios sociales (un incremento del 13 % respecto del año anterior). Si comparamos 2016 con 2021, en el primero había un 50 % de la población mundial con internet; para enero de 2021 ya somos un 60%. Aquí la apuesta es inscribir la cuestión de la digitalización de nuestra vida cotidiana y hasta de nuestras dotaciones biológicas en el marco de la discusión sobre el Tecnoceno.

¿Por qué?

La nueva geopolítica y la nueva economía basada en las huellas dactilares y comportamentales que vamos dejando en el mundo en red, y que se cruza con nuestros trayectos geolocalizados en el mundo real, tienen que ver con los nuevos modos de gobierno que se organizan para intentar conducir a una población mundial que se multiplicó casi por tres en menos de 60 años. Y que ya no puede contenerse desde el modelo disciplinario que tan bien describió Foucault en la década de 1970, cuando el Tecnoceno empezaba a manifestarse. Hablo así de una “ampliación del campo de batalla biopolítico”. Es una ampliación por arriba, a nivel macro: estamos actuando ya a nivel del sistema Tierra. Y por abajo, a nivel micro, ingresamos en los niveles moleculares de las estructuras vivientes, hacemos ingeniería genética, biología sintética, modificamos especies existentes, recuperamos especies extinguidas, clonamos mamíferos, elegimos embriones de acuerdo a valoraciones y necesidades de seres ya nacidos, creamos quimeras en vistas a futuros trasplantes o implantes.

Esta era depende de que nosotros consintamos dejar nuestra huella digital. ¿Cree que lo hacemos por desconocimiento o por la adicción intrínseca de las redes sociales y la vida on line?

Creo que, sobre todo después de la pandemia y del shock de virtualización que ella implicó, las personas no tenemos opción: atravesamos un proceso vertiginoso de digitalización de la experiencia cotidiana en el que buena parte de las personas ha adquirido por necesidad alguna clase de competencia tecnológica que hasta el momento no tenía. Un giro hacia lo digital que -se insiste- “llegó para quedarse”. En este marco, el uso de aplicaciones, así como la aceptación de “términos y condiciones” de diferentes empresas, pasó a ser algo no elegible, sino obligatorio para desarrollar tareas básicas, como acceder a la atención primaria de la salud, ir a la escuela, obtener un permiso de circulación o renovar la cédula de identidad. Este shock no ha sido suficientemente pensado (ni siquiera enunciado), pero ha ocurrido. Si queremos asumir la conducción del proceso, necesitamos pensar cómo deseamos orientar esta nueva relación con las tecnologías digitales.

Foto: AFP

¿Resguadar la protección de datos, por ejemplo?

La investigación indica, por ejemplo, que no basta con proteger los datos personales. Si se tienen bases de datos suficientemente robustas, no es necesario brindar datos personales para que distintas agencias obtengan esa información sensible sobre nosotros. Dada la cantidad cada vez mayor de huellas digitales que dejamos, se hace difícil controlar concretamente qué atributos estamos revelando… Por ejemplo, en una investigación realizada en la Universidad de Cambridge surgió que uno de los indicadores más fiables de heterosexualidad entre las mujeres era haber dado “me gusta” a una marca de zapatillas. De allí que no se trata tanto de cuidarse en o de las redes... “Decir no” a todas las aplicaciones y plataformas no parece una opción. Porque la idea no es evitar las tecnologías, sino diseñar políticas de conjunto —nacionales, regionales, planetarias— que permitan analizarlas, compararlas, elegir las mejores y construir defensas frente a los riesgos de aquellas de las cuales evaluemos que, al menos por el momento, son peligrosas pero inevitables. Es como debe hacerse con cualquier industria de alto riesgo.

¿Cómo debiéramos reaccionar frente a la desregulación de las grandes compañías tecnológicas?

Si queremos orientarnos hacia la “democracia digital”, necesitamos medidas en la escala de la sociedad y del Estado, y medidas en la escala de los ciudadanos. En el primer caso, es importante descentralizar los servicios y favorecer la competencia en los distintos niveles que componen internet, desde las infraestructuras básicas (cables submarinos, cables terrestres, satélites) hasta los servidores, los hubs, las infraestructuras de nube, pasando por el hardware, el software, los contenidos y los sistemas de gestión de contenidos. La innovación social en estos niveles implica diversificar la oferta, evitar las grandes concentraciones verticales y propiciar la tecnodiversidad. (...)Ahora, desde el punto de vista de los ciudadanos, el horizonte es proteger tres derechos: a la protección de los datos personales y la seguridad; a la inclusión digital, que se refiere a la asequibilidad de los servicios; y a una genuina alfabetización digital, que se refiere a la adquisición de competencias no solo como usuario y cliente, sino como creador de contenidos e incluso como programador.

Usted escribe sobre Biopolítica. Yuval Noah Harari teme que venga un control político basado en nuestras huellas biológicas. ¿Es un riesgo serio, a su juicio, por la pandemia?

Desde el marco de la biopolítica, cuando se vuelve técnicamente posible combinar datos comportamentales -nuestros “me gusta”, nuestros ritmos de conexión y desconexión, nuestra geolocalización- con datos biométricos, y en grandes volúmenes, los famosos datos masivos o big data, se abre una posibilidad inaudita de identificación y, por ende, un nuevo tipo de vigilancia. Una mucho más reticular y ubicua que la que conocíamos hasta el siglo pasado, más íntima –combina nuestra dotación biológica con nuestros gustos- y en tiempo real. Esta combinación es una de las grandes novedades tecnológicas de la última década, tanto en Occidente como en Oriente. Y en el nuevo orden informacional que habitamos, los usos combinados de biometría, inteligencia artificial y datos masivos para la vigilancia son un hecho.

¿Cómo es eso?

Te doy el ejemplo de la aplicación Clearview IA, que desde 2019 utilizan el FBI y otras agencias, empresas y usuarios privados en distintos países. En 2018, el empresario John Catsimatidis estaba cenando en un exclusivo restaurante de Nueva York cuando vio entrar a su hija con un hombre a quien no conocía. Fotografió a la pareja, y enseguida subió la imagen a la aplicación, que en segundos le informó que el compañero de mesa de su hija era un inversionista de San Francisco. Según la propia aplicación, a partir de una fotografía rastrea información relevante de la persona retratada con una precisión cercana al 99% utilizando una base de datos con más de 3.000 millones de imágenes recopiladas de internet.

Sobre Inteligencia Artificial ha dicho que estamos jugando como niños con una bomba ¿Por qué?

Esa es una frase del filósofo transhumanista sueco Nick Bostrom, director del Instituto Futuro de la Humanidad en la Universidad de Oxford. Él afirma que la Superinteligencia es un desafío para el que no estamos preparados. En la perspectiva de Bostrom, la primera computadora que alcanzara el nivel de Superinteligencia vería inmediatamente la ventaja estratégica decisiva de ser el único sistema así en el mundo, y podría suprimir a todos los competidores. Sería capaz de gobernar el mundo a su antojo. Hacernos inmortales o borrarnos de un plumazo ¿Podemos hacer algo al respecto? Sí: promover la innovación social y política en la propia tecnología, diseñar alternativas de inteligencia artificial no competitiva, orientada por las necesidades humanas y del conjunto del sistema Tierra.

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