Columna de Óscar Contardo: Las izquierdas en la esquina del fracaso



En 2021, las izquierdas chilenas se enfrentarán al fracaso. No simplemente a la posibilidad de perder elecciones, en donde pueden lograr triunfos relativos, sino a fallar estrepitosamente a la hora de encumbrarse en el cambio de época dominando la convención constitucional. Lo que sería la consecuencia lógica de un movimiento que sacudió el orden heredado de la dictadura, probablemente no ocurrirá, y no por la fortaleza de un adversario formidable que una vez más logrará estar sobrerrepresentado, sino porque a las izquierdas la revuelta social les pasó por encima y por los costados, fatigando sus cimientos, tumbándolas en un remolino que las arrojó a un baldío polvoriento con vista privilegiada a su propia torpeza. Desde el estallido hasta la pandemia, las izquierdas pasaron de ser un mosaico en un edificio en ruinas, a ser trozos diminutos esparcidos sin un patrón de diseño, una figura borrosa carente de una identidad que convoque a algo más profundo que hacerse eco una y otra vez del descontento imperante. Ni hablar de pensar en la unidad.

En un extremo está la izquierda de los veteranos de la tercera vía, orgullosos de haber logrado un lugar en la historia después de décadas en el poder, un grupo que se aferró a la tesis de que el estallido era poco más que el efecto de multitudes de malagradecidos manipulados por alguien más -¿la Unión Soviética?, ¿el kirchenirsmo?, ¿el K-pop?-incapaces de valorar los avances logrados durante “el período mas próspero en la historia de la República”, como suelen repetir cada vez que pueden; un progresismo que se acostumbró a los aplausos en CasaPiedra y se olvidó de la periferia, dejándola a merced del abuso, el maltrato cotidiano y el narco. Esa izquierda no juzga prudente ofrecer explicaciones por sus responsabilidades en el descontento que derivó en la furia de octubre de 2019. Sus dirigentes han dejado transcurrir los meses como si lloviera.

Entre esa izquierda amarillo-crepuscular y la izquierda amarillo-limón-Vaticano, hay semejanzas y diferencias: ambas estuvieron en el poder, las dos consideran que su comodidad acrítica lejos de ser un gesto de arrogancia es sinónimo de una moderación que también podría ser interpretada como una especie de extremismo de centro, similar a ser honestamente conservador o francamente derechista.

La diferencia está en que la izquierda amarillo-limón-Vaticano no siempre leía los programas de gobierno que apoyó. Esa izquierda es, además, alérgica a la izquierda rojo amaranto, aunque la tirria no le impidió convivir con ella en un mismo gobierno, un detalle que se les suele olvidar a sus dirigentes, como tantos otros de su historial de conductas en épocas de crisis institucionales. Invocan, eso sí, permanentemente sus convicciones democráticas, condenando a todas las dictaduras comunistas, menos a las dictaduras ricas que invierten en Chile.

Asimismo, frente a cada emplazamiento en materia de derechos humanos, la izquierda rojo amaranto tiene un espectro de respuestas limitada tanto por sus simpatías con procesos que han resultado hecatombes, como el bolivariano en Venezuela, como por una organización interna rígida, altamente jerárquica y con escaso espacio para el disenso: vestigios de una manera de moverse en el mundo similar a la de un ejército secular o religioso, en donde los líderes se comportan como generales o como obispos; justamente lo opuesto a las aspiraciones de una sociedad harta de obedecer a punta de amenazas, de acatar imposiciones ideológicas asfixiantes disfrazadas de sentido común.

Si entre esos mundos de la oposición hay fracturas, entre el archipiélago de movimientos y partidos de la izquierda 4G surgida en la era de las redes sociales existen orillas unidas por puentes colgantes que se zamarrean a la menor brisa, porque no tienen más anclaje en las multitudes que ciertas causas puntuales aceleradas por la indignación, causas que van y vienen sin un eje que las ordene. Esta izquierda de posguerra fría es de estructuras livianas, videos virales y rostros populares; organizaciones de peso ligero con cierta impronta universitaria, que se dividen y subdividen a gran velocidad, en una mitosis política de nunca acabar, que desorienta al electorado, transformando las identidades políticas en un juego de nombres y siglas que se enroscan y mutan según la última crisis del trimestre protagonizada por dirigentes grandilocuentes muy complacidos en el arte de escucharse a sí mismos. Estos movimientos levantan públicamente el cliché de las nuevas formas de hacer política -un lugar común a estas alturas degradado-, mientras que internamente continúan la tradición de las pugnas de los lotes y los operadores, guerrillas disfrazadas públicamente de una camaradería de terapia de grupo parroquial, una puesta en escena ventilada por las redes sociales como signo de una algarabía que, al momento de la verdad, no cuaja en votos ni en participación más allá de las cuatro esquinas de Provicura. Partidos y movimientos que, pese a renegar de sus antecesores, heredaron la obsesión paternalista de la izquierda de viejo cuño y que, a contramano de sus discursos sobre la importancia del trabajo territorial, han demostrado una presencia anémica en las zonas más populosas, justamente donde cualquiera esperaría que tuvieran algún grado de fortaleza.

Las izquierdas locales enfrentan un 2021 mirando cada una en una dirección distinta a la otra, buscando por separado los argumentos para ganar una discusión que a muy pocos les interesa seguir, porque la mayoría ya se aburrió de escuchar sin ser escuchado, se hartó de que, tras cada promesa presente, yazca siempre la sombra de una traición futura.

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