Columna de Óscar Contardo: Los nuevos rebeldes



Junto con la noticia del triunfo de Giorgia Meloni en las elecciones italianas, comenzó a circular el video de uno de sus discursos recientes pronunciado durante un mitin del partido de ultraderecha español Vox, el espejo ibérico de Hermanos de Italia, el partido de Meloni. En ese video la líder de 45 años advierte: “Toda nuestra identidad está siendo atacada”, para enseguida arengar con energía a la multitud con la siguiente frase: “Yo soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana, no me lo pueden quitar, no me lo van a quitar”. La respuesta de la multitud es una ovación que, de ser escuchada por alguien totalmente desprevenido, podría interpretarse como la reacción lógica de un grupo de personas oprimidas por una fuerza superior que les está impidiendo ejercer justamente los atributos mencionados por Meloni: su identidad de género, su rol familiar, su nacionalidad y sus creencias. Sin embargo, nada ni nadie ha intentado despojarla de ninguno de esos atributos, ni a ella ni a ningún italiano, español ni europeo o europea occidental. Quienes hace menos de un siglo sí negaron derechos por razones tan arbitrarias como un origen étnico o una filiación política a muchos de sus propios conciudadanos fueron justamente los líderes como Franco o Mussolini. Este último inspiraba el partido en que Meloni inició su carrera política en los 90.

Por contradicciones no se queda. La primera ministra electa se define como cristiana, una fe que más allá de la institución u organización religiosa que la represente, tiene como centro de su mensaje la solidaridad con el más débil y con el derrotado por las circunstancias, por algo el símbolo de la cruz y de un Dios sufriente. Sin embargo, el cristianismo que invoca Meloni no le impide respaldar una política de cierre de los puertos a los barcos que rescatan de la muerte a inmigrantes de África -hombres, mujeres y niños desesperados- que se aventuran a cruzar el Mediterráneo y acaban a la deriva. Para el partido de Meloni, ellos son una amenaza personal, lo mismo que el feminismo, las organizaciones de cooperación internacional o el activismo de la diversidad sexual. A estos últimos los degrada al nivel de lobby privado, como si los derechos que reclaman la ofendieran o la dañaran a ella y, por lo tanto, a la sociedad entera. Cabría pensar que lo mismo piensan sus votantes, que según la encuesta Ipsos, son en su mayoría personas mayores de 35 años y de clase obrera y clase media.

El mayor triunfo del resurgimiento de la ultraderecha a ambas orillas del Atlántico ha sido crear una nueva rebeldía, identificando grupos de la población abandonados o defraudados por el sistema político, ofreciéndoles un relato que identifica fácilmente como fuentes de su malestar a unos enemigos reconocibles y a la mano, justamente quienes han sido los históricamente oprimidos: mujeres feministas, minorías racializadas, migrantes de pueblos de ultramar expoliados por el colonialismo europeo, personas de la diversidad sexual. En el discurso radical de Meloni, Abascal y Orban, todos ellos se transforman en opresores y en la razón principal para que una generación de europeos viva en el descontento provocado por la precariedad económica, la frustración y el desempleo. La obsesión por la pureza nacional y racial invocada por las versiones originales del fascismo y el nazismo queda entonces desplazada y disimulada por un discurso reivindicatorio que elude o trastoca los hechos políticos y económicos de fondo y se concentra en sembrar mensajes que apuntan a buscar victimarios que transforman en blancos accesibles, confundiendo datos y mezclando medias verdades con mentiras, haciendo pasar la mala educación por valentía, epatando en foros de televisión, basureando reivindicaciones ajenas para captar la atención de la prensa y pautear las respuestas del adversario. Que todos los contenidos se consuman en desmentidos sucesivos a las falsedades que ellos difunden y que cada vez que alguien exija disculpas por el daño provocado por una calumnia, la vuelta de tuerca sea victimizarse en nombre de la libertad de expresión. El siguiente paso para llegar al poder ya fue definido por Steve Bannon, consejero de Trump y Meloni: “Ponle una cara razonable al populismo de derecha y saldrás electo”. Lo que ya está demostrado -por el propio Trump, por Orban en Hungría, Bolsonaro en Brasil y Bukele en El Salvador- es que la moderación aparente durante la campaña se esfuma una vez que acceden a los despachos ejecutivos. Países distantes, sociedades diferentes, pero una misma receta tóxica con ingredientes variables distribuida a través de las redes sociales a gran escala, como un tejido vivo que se expande invisible, alimentado por vasos sanguíneos que se ensanchan virtualmente y en paralelo a la acción presencial.

En su libro Contra todo lo podrido, el investigador chileno Rodrigo Pérez de Arce se interna en un movimiento local de este tipo, auscultando las razones de sus miembros para adherir a lo que en un episodio de la publicación define como una “cazuela ideológica”, análoga a la de Meloni. Un conjunto de postulados disímiles, muchas veces contradictorios, que solo cobran coherencia por la voluntad de acción concreta que el movimiento empuja. Quienes se alimentan de este menjunje son personas comunes y corrientes, trabajadoras responsables, que tienen en común al menos dos elementos: un relato sacrificial de sus vidas, con trayectorias llenas de dificultades económicas y la percepción muy real de falta de pertenencia a una comunidad y de abandono institucional. En el caso del movimiento nacionalista indagado por Pérez de Arce, les provee no solo de la compañía que carecen, también de un sentido y de una delimitación clara de quiénes son sus opresores: los organismos internacionales, los inmigrantes, el feminismo y los políticos en general. Una rebeldía nueva que, conducida por el líder adecuado y ajustándose a las recetas probadas, puede llegar al poder, como ya ha ocurrido antes, como sigue ocurriendo ahora.

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