Crecimiento



Por Rolf Lüders, economista

Diversos economistas han llamado la atención sobre la posiblemente muy precaria evolución de las finanzas públicas de Chile, tal como sobre la descapitalización del país como consecuencia de los retiros de los fondos de pensión. En efecto, el ciudadano medio de todos los quintiles -ahora, por los bonos y retiros, con mayor liquidez que antes de la pandemia- está consumiendo como si el crecimiento económico futuro estuviese garantizado. Me temo que esta última expectativa no tiene asidero alguno.

En lo esencial, el crecimiento económico -que se entiende como un aumento continuo del PIB por persona- es función, primero, del progreso tecnológico y de los recursos que se van reasignando a sectores cada vez más productivos y, segundo, de la acumulación de capital por persona, incluyendo el capital humano. En nuestro caso, el crecimiento económico ha estado íntimamente ligado a la acumulación de capital, sin perjuicio que ésta se hiciera considerando las nuevas tecnologías.

Pues bien, es de perogrullo que la mencionada acumulación solo se produce si existen los incentivos para ello. Esos incentivos se dieron en los años dorados de crecimiento de nuestra economía, en que los inversionistas gozaron de oportunidades, respeto irrestricto a la propiedad privada, y un grado razonable de tributación. Existía entonces un acertado acuerdo de que sin crecimiento económico no se podía reducir la pobreza y menos aún financiar el gasto público social. Es más, las oportunidades de inversión se dieron porque se liberaron -pero reguladas y en parte financiadas por el Estado- las inversiones privadas en sectores como la electricidad, el agua potable, la educación, la salud y la infraestructura física.

El esquema mencionado funcionó y la pobreza se redujo espectacularmente. Es cierto que ese resultado se produjo con imperfecciones y con una reducción de la desigualdad menor a la anticipada. Igual, la economía chilena pasó a ser una joyita, no perfecta, pero internacionalmente admirada. No es entonces el momento -como proponen ciertos sectores- de asumir políticas públicas trasnochadas que cercioren o eliminen los incentivos a la inversión y a la buena asignación de recursos, y que fracasaron en todas partes del mundo, incluyendo el Chile de mediados del siglo pasado. Si adoptamos tales políticas terminaremos pareciéndonos más a la actual Venezuela o, en el mejor de los casos, a Argentina, que a Nueva Zelanda, por ejemplo.

Pero lo cortés no quita lo valiente. Es perfectamente posible adoptar políticas públicas sesgadas para favorecer un alto nivel de inclusión -que es una demanda ciudadana bastante generalizada- y simultáneamente abrir nuevas oportunidades de inversión, tener un estricto respeto por la propiedad privada y no requerir niveles de tributación expropiatorios.

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