Por Ascanio CavalloDaño puro

Con su característico sentido de la ironía social, Dickens imaginó en La casa lúgubre el inolvidable juicio de Jarndyce vs. Jarndyce, que se caracteriza porque “miles y miles de seres han nacido desde que comenzó el litigio; miles y miles de jóvenes se han casado; miles y miles de ancianos han muerto”, un pleito que llega a sobrepasar el horizonte de la historia. Los procesos pesadillescos han sido desde entonces un motivo recurrente de la literatura -Kafka, Camus-, desmenuzando la propensión de la justicia a perder de vista su finalidad esencial.
Con su exceso tragicómico, Jarndyce vs. Jarndyce se iba pareciendo al llamado “caso platas políticas”, que la Fiscalía de Valparaíso encabezó en contra de ocho personas durante 11 años. Esta duración inusitada fue uno de los reproches que dos de las tres juezas del Tribunal Oral en lo Penal dirigieron al Ministerio Público en el momento de absolver a todos los acusados, que es más o menos lo mismo que declararlos inocentes (o, como se dice en el lenguaje penal norteamericano, “non guilty”). Y esa es la calificación que públicamente tienen desde ahora.
A pesar de su celo con los tiempos, el mismo tribunal se dio 10 meses para entregar su sentencia, antes de lo cual el Ministerio Público tampoco podrá presentar un recurso de nulidad. Si la Fiscalía responsable decide llevar adelante esa iniciativa -y lo más probable es que lo haga, desde que ha sostenido que hizo bien las cosas-, el total del juicio podría extenderse más tiempo.
Este caso, más notoriamente que otros, ha incumplido la promesa de eficiencia que estuvo detrás de la reforma penal; en particular, ha incumplido las expectativas de síntesis y rapidez, y no se ha logrado desligar de la cultura del volumen que lastró al sistema anterior. Y no se liberó, tampoco, de la tentación de sentar cátedra moral. En gran parte de su desarrollo, el caso se proponía como una acción ejemplarizadora para limpiar la política de su corrupción por el dinero, corrupción que veía longitudinalmente en toda la política chilena. Hasta la selección de inculpados parecía transmitir el mensaje de la panoplia sistémica: dos democratacristianos, dos personas de izquierda, tres de la UDI y, por fin, Soquimich, la empresa más asociada con el patrimonialismo abusivo de Pinochet. Ese podía ser un retrato caricaturesco de otra época, pero hasta eso quedó obsoleto con la tardanza.
La tentación de “limpiar la política” ha sido una de las lacras de la judicatura posdictatorial. El juez Juan Guzmán, que inició el procesamiento de Pinochet, admitía en sus memorias el cambio que para él había significado estudiar el caso de los jueces de “Mani Pulite” en Italia, que aniquiló el sistema de partidos. En el 2003, un juez de Rancagua inhabilitó a seis diputados, alteró la correlación de fuerzas en la Cámara y dejó en un cuasi empate al gobierno de Lagos con la oposición; cuatro años después, algunos de los acusados resultaron absueltos. El peor caso tal vez sea el del juez que durante 15 años investigó el presunto asesinato del expresidente Eduardo Frei Montalva, con un grupo de acusados que se iban muriendo, hasta que una sentencia final anuló todo su proceso mal llevado. El “caso platas políticas” se mide con esas antiguallas vergonzantes.
Nada de eso significa que el Ministerio Público y los tribunales no deban preocuparse de la corrupción. Lo que les está vedado es proponerse como el remedio para estos males; en el momento en que lo hacen, empiezan a actuar como otra fuerza política; se habrán contaminado por vecindad. Tampoco es necesario -ni justo- pensar que la alta exposición en los casos que tocan a la política requieran de medidas cautelares más punitivas, más penosas, más abrumadoras, como se les impuso a varios de los acusados, no por un mes, sino por varios años. La exposición pública, el escarnio, la honorabilidad, las medidas intrusivas, las innumerables horas perdidas, incluso las dudas finales, forman una masa de perjuicios que no se pueden clasificar dentro de la eficacia de un proceso. Son daño puro.
Tampoco hay que exagerar. El catastrófico final (provisorio) del “caso platas políticas” no derribará la Reforma Procesal Penal, cuyas virtudes parecen ser superiores a los defectos de sus administradores. Más bien obligará al Ministerio Público a adoptar medidas destinadas a recuperar prestigio y confianza entre los ciudadanos, aunque ahora habrá que mirar su tarea con algo más de escepticismo, el sentido despierto para lo particular. Ni el Ministerio Público, ni los fiscales, ni los jueces están llamados a curar los males sociales, ni a velar por la salud moral, ni a buscar una república virtuosa, como quería Robespierre antes de que su cabeza terminara en la canasta de una guillotina.
La única tarea que les corresponde es asegurar que se cumpla la ley. Y ya es suficiente, enorme, indispensable.
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