¿Fin de las mascarillas?



Por Diana Aurenque, Directora del Departamento de Filosofía Universidad de Santiago

Mientras que Chile ha registrado el mayor número de contagios por Covid en el último mes, en Europa se observa una tendencia a liberalizar las restricciones sanitarias, especialmente en lo relativo al uso de mascarillas.

Desde fines de enero, en casi todas partes de Inglaterra (exceptuando Londres) se terminó con el uso obligatorio de mascarillas en espacios cerrados. Desde la semana pasada, España dejó de considerar obligatorio su uso en espacios abiertos; en Cataluña y Barcelona, al igual que en Italia, la vida nocturna se ha reactivado con la apertura de clubs y discotecas. Francia, de forma más atrevida aún y pese al elevado número de contagios, permite el ingreso en espacios cerrados sin mascarillas, pero con pase de movilidad. La mascarilla, por su parte, jamás fue exigida en espacios públicos en Alemania; ni tampoco en exteriores ni interiores en los Países Bajos.

En Chile, desde el inicio de la pandemia hemos usado mascarillas tanto en lugares cerrados como abiertos -en calles, playas o plazas. Sin duda, su necesidad tenía plena justificación y hoy, que los contagios han ido en aumento, la sola idea de imitar a Europa y flexibilizar el uso de las mascarillas podría parecer descabellado. Sin embargo, ¿lo es realmente?

Esta pregunta nos pone ante la colisión de valores que, constantemente, atraviesa la gestión de la crisis sanitaria: por un lado, el deber ético-médico de resguardar la salud pública y, por el otro, el respeto por la autonomía y el libre desplazamiento de las personas.

Este último, que concierne al individuo y sus libertades fundamentales, ha sido secundario, y el interés colectivo de evitar a toda costa que los centros asistenciales pudieran verse colapsados, privilegiado. Lo mismo justifica que la vacunación y el pase de movilidad se hayan convertido en condiciones necesarias para que podamos volver a realizar actividades extrañadas, como viajar e ir a restaurantes.

Ahora bien, extender ilimitadamente el uso de mascarillas tiene una dimensión preocupante: normaliza una disposición altamente invasiva y, en pleno verano, extremadamente difícil de mantener. Además, se plantea la pregunta por su efectividad.

Si, como se ha dicho mucho, la mayoría de los contagios ocurren en espacios cerrados, al interior de las casas y en reuniones privadas, ¿tiene sentido seguir exigiendo usar mascarillas en espacios abiertos?

Desde el interés médico, se justifica su uso en todos los espacios posibles -pero no solo eso, también recomendaría el encierro y evitar en general el contacto con otros. Pero ese interés, ¿es también el nuestro? O, ¿no será que tras todo lo vivido y sufrido, y ante la exitosa vacunación alcanzada, tengamos derecho a recuperar los rostros, a ver sonrisas y dientes nuevamente, a darle un descanso a las orejas?

Bocas desnudas podrían aumentar el riesgo al contagio, no hay duda. Pero en el automatismo de continuar escondiéndolas podríamos acostumbrarnos a vivir así, a media voz.

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