Querer no siempre es poder: la realidad de muchas mujeres sostenedoras de sus hogares




Un día Carolina Novoa recibió un llamado. Era del colegio de sus niños. Lo que le dijeron del otro lado de la línea la hizo sentir culpable y, sobre todo, la hizo sentir triste. La profesora le pedía explicaciones de por qué ese día le había mandado agua de comer a sus hijos. “¿Agua?”, preguntó. Sí. Y recordó que entre las mil cosas que hace todas las mañanas, ese día se le había olvidado reemplazar el agua caliente de los termos por comida, y eso la hizo sentir una mala madre.

Ocho de cada 10 hogares monoparentales en Chile son manejados por mujeres, y Carolina es una de las tantas que además de la carga económica que eso significa, tiene dificultades para contar con redes de apoyo, lo que aumenta el peso de la carga y la disponibilidad de tiempo. Las largas horas destinadas al trabajo y las tareas domésticas limitan el tiempo dedicado a otros aspectos relevantes tanto para ellas como para sus hijos, y lo que es peor, a veces son tildadas de madres ausentes. Pero la realidad va mucho más allá.

Carolina tiene 41 años y trabaja como técnico de enfermería en una clínica privada del sector oriente de Santiago. Los días que tiene turno de día, suena el despertador a las 5.50 de la mañana. Se levanta para preparar las colaciones y las mochilas de sus hijos Joaquín y Lucas, de 10 y 6 años, a quienes Matías –el hijo mayor de Carolina, de 24 años– llevará al colegio mientras ella se dirige a su trabajo, donde tiene que estar a las ocho de la mañana. Su turno dura 12 horas, y día por medio debe hacerlo de noche. Esas son las jornadas más intensas, porque durante esos días además debe hacerse cargo de sus hijos, limpiar, hacer comida, lavar ropa, hacer trámites, e intentar ir al gimnasio para preocuparse de ella misma, algo que dice que logra en promedio dos veces a la semana. Por si fuera poco, también debe estar siempre lista para partir si la llaman, porque en sus días libres trabaja como arsenalera para poder ganar plata extra.

Hace cinco años, un 12 de septiembre, su vida dio un vuelco radical cuando vio morir a su marido en un accidente. “Éramos partners, y por mi trabajo de turnos, él no solo era marido y papá, también era dueño de casa”, dice. Ahora estaba sola. Su madre falleció hace 11 años, su padre y su único hermano viven en Villa Alemana y, por lo tanto, su única red de apoyo es la familia del padre de sus hijos.

Carolina es una de las tantas mujeres que, aunque quiere estar más con sus hijos, no puede, y por eso muchas veces siente culpa, y también se siente juzgada. Esta semana recibió la citación a la reunión de apoderados de sus dos niños y ambas eran a la misma hora. Sabe que, con tantos alumnos, en el colegio no pueden estar preocupados de su situación particular, y no le quedará más remedio que dividirse, pero no tiene opción.

Cuando recién quedó viuda, se dio cuenta de que era incompatible tener a tres hijos solos y trabajar de noche, y los turnos de día no son pagados al mismo precio, por lo que quedarse solo con ellos no era una opción. Todo lo ganado se iría en pagarle a una persona que se hiciera cargo de sus hijos. No daban las cuentas, por lo que tuvo que cambiar de trabajo. Su suegro le ofreció trabajar en su negocio, un frigorífico de carnes, donde estuvo dos años. Si bien era un trabajo que le daba flexibilidad y mejor paga, no la hacía feliz y cuando su hijo mayor estuvo en condiciones de ayudarla con el cuidado de los menores, decidió retomar su carrera en el área de la salud.

Aunque hoy trabaja como técnico de enfermería y arsenalera, ha optado por no trabajar en áreas más complejas como las cirugías, no por falta de interés, sino de tiempo. Ese trabajo requiere mayores jornadas, lo que restaría minutos a los ya escasos momentos que tiene con sus hijos, y prefiere no hacerlo, aunque signifique sacrificar mayores ganancias que sí necesita. Ahora sus hijos siempre le preguntan por qué trabaja algunos días, como los sábados, cuando otras madres no lo hacen. Carolina siempre siente culpa pero no tiene opción.

“La culpa es lo que menos uno logra manejar. Intento tratar de manejar mi vida con alegría, pero nadie sabe en realidad la pena con la que vivo día a día”, dice. Todos los días se le cruza por la cabeza la duda de si está haciendo las cosas bien, o si sería mejor que busque otro trabajo, o si sus niños serán felices. Son muchas las preguntas, y muchas también las renuncias. “La gente te ve empoderada, haciendo todo sola, independiente, pero eso no existe. Yo solamente me siento mamá, no me siento mujer, y no tengo opción de estar mal, porque vivo el día a día, no tengo un colchón”, comenta.

El cuerpo alerta

“Un día sentí que me moría. Llegó un punto en el que colapsé, tenía el corazón en la garganta, no podía respirar”, cuenta María José Novoa, 39 años, madre de dos hijos de 12 y 6 años, y enfermera. Después de muchos exámenes, el diagnóstico fue claro: estrés.

Justo antes de la pandemia se separó después de 12 años de relación con el padre de sus hijos. Lo hizo pensando en que su madre sería su mayor red de apoyo para ayudarla cuando ella tuviese que ir a trabajar al hospital de San Carlos, a 25 kilómetros de Chillán, lugar donde reside. Pero la vida tenía otros planes. Un mes después de la separación, a su madre le diagnosticaron cáncer de mamas y ella, como hija única y con un padre ya bastante mayor, tuvo que hacerse cargo de todo. El tratamiento lo hacían en Concepción, por lo que por un periodo tuvo que viajar a diario, dejando a sus hijos en Chillán atendiendo sus clases online con una vecina. “En vez de dos hijos, pasé a tener cuatro. Me separé con la seguridad de que tenía mi red de apoyo y se me desbarató. Hoy soy un pulpo”, sostiene.

La intensa agenda de María José le empezó a pasar la cuenta, y la situación también afectó a sus hijos. “De repente no tenía idea si tenían pruebas o no, si tenían tarea, ni siquiera si se conectaban al colegio”, señala, y agrega que el menor empezó a tener dificultades para rendir, y tuvieron que apoyarlo con distintos profesionales, con todo el costo económico y de tiempo que eso significaba.

María José organiza su vida en un calendario. Ahí anota sus turnos como enfermera, a la hora que entran y salen sus hijos del colegio –por lo general sin coincidir–, y con quién se quedarán cada día de la semana mientras ella trabaja, entre otros. “Si alguna parte de la cadena me falla, todo se desbarata”, dice, y agrega que su nivel de actividad es tal que cada vez que hace dormir a sus hijos en la noche, ella se queda dormida antes.

“Hay un rol castigador de la sociedad con las madres. No se ve más allá ni se preocupan de ver qué hay detrás para enjuiciarlas, y uno como mujer también se recrimina y se transforma en un pulpo. Nadie critica a un hombre que ve a sus hijos solo el fin de semana, y en general se considera un gran mérito cuando te ayudan, pero para las madres es una obligación. Por supuesto que lo es, pero de las dos partes”, dice.

El costo no solo existe en lo emocional, sino que también en lo profesional. María José cuenta que siempre fue estudiosa, y se fue especializando en distintos temas del área de su trabajo, a través de diplomados, pero hoy debe poner sobre la balanza la posibilidad de seguir perfeccionándose o destinar ese tiempo a sus hijos, y después de años destinados principalmente a su madre, cree que tiene que devolverles la mano. Lo mismo le ocurre en sus relaciones, porque dentro de todo el esquema de actividades y situación familiar, tener pareja ha dejado de estar entre sus prioridades. “Como mujer estoy completamente anulada”, concluye.

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