Columna de Héctor Soto: Lavín, ¿Ahora sí?

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La pregunta del millón es si queda en el alcalde de Las Condes algo parecido a una columna ideológica articulada y potente más allá del cosismo, del pragmatismo, del oportunismo incluso para subirse a cuanta iniciativa le pueda reportar dividendos, desde las farmacias populares que inventó el alcalde Jadue al programa Machuca de la educación municipal, que inventó él. ¿Cuánto puede cambiar un político? ¿Cuánto hay de yo y cuánto de circunstancia?



Hay sectores de la derecha tradicional donde la figura de Joaquín Lavín no solo es subestimada, sino también despreciada. Le llevan una contabilidad estricta de sus ocurrencias más estrambóticas -la playa de Santiago, sus aviones para hacer llover en Las Condes, las torres de salvavidas en el Paseo Ahumada, ahora las patrullas juveniles para vigilar las botillerías- y creen que el rating conseguido con este tipo de leseras, además de entregar un pobre retrato de su estatura política, es un dato que habla pésimo de nosotros como sociedad. El culpable no sería él, sería la falta de madurez y de cocción cultural del país. Y lo creen, sobre todo hoy, porque Lavín se ha disparado en las encuestas, y tal como van hasta las cosas es difícil que otro candidato de la centroderecha pueda interponerse en su camino a La Moneda. Este sería, aún más que Piñera, el primer candidato de la derecha que no proviene de los cenáculos tradicionales del sector.

Conjeturas aparte, y descontado el sedimento de mala leche que hay en estas percepciones, para explicar el fenómeno habría que admitir que Lavín es más que la suma de sus disparates. Bastante más. De hecho, ha sido en distintas oportunidades un buen alcalde. Fue de los primeros políticos que reivindicaron la idea de que si las autoridades no estaban para servir a la gente, entonces la democracia se podía convertir en una gran mascarada, porque eso es lo único que tenían que hacer. Trató también de juntar las ideas con la acción, porque está bien que los políticos tengan muy buenas intenciones, pero está mal que no den testimonio de ellas y, peor, que entrampados en la burocracia estatal ni siquiera intenten hacerlas efectivas.

Lavín es un caso raro en la política chilena. Proviene del riñón más duro de la derecha de los años 70 y 80 -la Católica, Chicago, el Opus, la UDI, el pinochetismo- y es por lejos el político que mejor se ha sacudido de estas mochilas, al punto que entre el Lavín de entonces y el actual hay más rupturas que continuidades. Él las ha explicado en distintas oportunidades y, más allá de que usted o yo se las crea, lo importante es que el país las acepta.

En contra de lo que piensan sus críticos más tenaces, el rasgo por lejos más interesante del liderazgo de Lavín no es el camaleonismo. No, la política chilena está llena de tránsfugas que se han paseado por el espacio público con distintos sombreros y no es mucho lo que han conseguido. Lo de Lavín no tiene nada que ver con eso. Lo suyo es una capacidad casi demoníaca para conectar bien transversalmente con los circuitos emocionales de la gente, sobre todo ahora, cuando la sociedad chilena no parece tener mayor complejidad en su imaginario cívico que la cabeza del chico taimado, bloqueado y "emo".

Ahora la bandera de Lavín es la de la integración social. Y esta causa es su gran ventaja, porque ya es un político viejo, que se ha reinventado una y otra vez, que ha estado en la huesera las tres o cuatro oportunidades en que pareció ser un cadáver y que, sin embargo, tiene mucho más empatía que incluso los jóvenes para escuchar, para entender y para responder a las expectativas de la gente. Sí, a menudo con populismo. Sí, a veces con traje de sheriff. O con impermeable y botas amarillas en las emergencias. O rodeado de recursos tecnológicos aparatosos para controlar la delincuencia.

Bienvenidos a la política de las emociones. No de los foros, sino de los matinales. No de las palabras, sino más bien de los gestos. No de los seminarios sesudos, sino de las redes sociales. No de las ideas o la imaginación política, sino con frecuencia del sentido común en sus versiones más ramplonas. En esas aguas –difíciles, procelosas, no hay que subestimarlas, porque son las del país que hemos construido- Lavín es, definitivamente, un astro.

La pregunta del millón es si queda en el alcalde de Las Condes algo parecido a una columna ideológica articulada y potente más allá del cosismo, del pragmatismo, del oportunismo incluso para subirse a cuanta iniciativa le pueda reportar dividendos, desde las farmacias populares que inventó el alcalde Jadue al programa Machuca de la educación municipal, que inventó él. ¿Cuánto puede cambiar un político? ¿Cuánto hay de yo y cuánto de circunstancia?

En cualquier caso, hay que guardar las proporciones. Queda algo de tiempo, no mucho. Lavín es hoy el político mejor aspectado para suceder a Piñera, pero también parecía un candidato imbatible cuando lo derrotó Francisco Chahuán en la V Región. Y también fue una sorpresa que Felipe Alessandri lo venciera en encuestas para ser el candidato de Chile Vamos en Santiago. Los que lo conocen dicen que aprendió de esas derrotas. Y que esta vez, por su parte, la cosa irá en serio

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