Carcajadas eternas para quien se atreva con estas páginas: cómo leer (y sobrevivir) a La broma infinita

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Tras cuatro años de escritura, un periodo de rehabilitación y otro de bloqueo creativo, en 1996 David Foster Wallace publicó una de las novelas más comentadas del último tiempo.


Nueve años atrás, en mis últimas vacaciones invernales universitarias, saldé una deuda. Una deuda literaria. Era 2009 y doce meses antes David Foster Wallace se había ahorcado en su casa en California. A un año de su muerte, parecía que todo el mundo lo recordaba de la única manera en que se debe recordar a los escritores: leyéndolos. O, en el caso de Foster Wallace, leyendo su obra más reconocida, La broma infinita. Así fue como primero junto a otro lector (que solo aguantó hasta la página 300), y luego solitariamente, creé una bitácora digital (aún flotando en la web) y por cada 100 páginas anoté algunas citas, digresiones, spoilers y otras cosas relacionadas con la obra de Foster Wallace. La idea, por supuesto, no fue mía: surgió a partir de un grupo de lectores ingleses que se organizó para leerla y comentarla online a lo largo de un verano, Infinite Summer. Al principio solo partió como un grupo de amigos, pero luego más y más lectores se unieron desde distintas partes del mundo.

Y claro: en mi caso pequé de ambicioso.

En lugar de dividir la lectura en 92 días, como los ingleses, la condensé irresponsablemente en dos semanas, algo así como 100 páginas al día (con una letra bastante chica y notas al pie gigantes). Así, el 21 de julio de 2008, abrí la costosa y pesada traducción del libro al español, tapa dura; y no me detuve, por dos semanas, hasta dar vuelta la página 1.092.

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Diecisiete años antes, en 1992, el treintañero David Foster Wallace le escribió a su agente literaria con las buenas nuevas: por fin tenía listas las primeras 250 páginas de su nueva novela. "Y la verdad es que estructuralmente no se parece demasiado a otras novelas que han aparecido estos últimos años", le dijo. De igual manera, le advirtió que las notas al pie eran "simplemente brutales" y que, por favor, quemara el manuscrito después de leerlo.

Luego de un periodo de bloqueo escritural —y de una temporada en rehabilitación—, Foster Wallace planeaba su regreso literario. Hasta entonces era el autor de la novela La escoba del sistema, el volumen de cuentos La niña del pelo raro y de un libro sociológico-pop sobre el rap: Ilustres raperos. Pese a eso, Foster Wallace aún era un nombre medianamente desconocido en el mapa literario gringo, un lector atento de la escuela posmoderna (Thomas Pynchon, Donald Barthelme, Robert Coover, William Gaddis), pero asimismo un lector que también se iba desencantando de aquella misma escuela literaria. En los años previos a la publicación de La broma infinita, cada vez más Foster Wallace buscaba esa literatura que, en lugar de cegar al lector con fuegos artificiales vanguardistas, le genera un clic espiritual. O, en sus palabras, "esa sensación de que uno no está solo en el mundo".

Debido a su depresión y adicción al alcohol y drogas, sus últimos años habían sido un constante ir y venir de la casa de sus padres, así como el infructuoso paso por trabajos como conductor de un bus escolar (que dejó botado con todos los niños en medio de la carretera), salvavidas en un club (también un día simplemente se paró de su silla y no trabajó más), panadero (no le gustaba levantarse temprano) y, finalmente, instructor de escritura creativa en una universidad perdida en el medio de Estados Unidos. Así fue como luego de maratónicas sesiones de escritura y edición, en 1994 terminó el manuscrito de su próximo proyecto literario. Eran más de 1.700 páginas y tanto su editor como su agente fueron claros: había que editarla, especialmente las notas al pie; de otra forma, nadie compraría una novela de aquel tamaño, tan intimidante, un libro que con suerte unos pocos se atreverían a leer. Por eso mismo, y jugando un poco con esa idea de un arte que no entretiene, Foster Wallace subtituló La broma infinita así: "Un entretenimiento fallido".

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De a poco, Invierno infinito, mi bitácora de lectura, se viralizó y hasta algunos amigos escritores, periodistas y editores enviaron sus frases de apoyo o de burlas infinitas.

Alberto Fuguet: "Creo que es una broma leer La broma… Pero nada, me parece genial. Claramente eres joven".

Álvaro Bisama: "Leer La broma infinita de corrido causa daños neuronales y tiene tanto sentido como ver una maratón de estática televisiva. Por eso adoro el libro. Por eso no lo soporto. Por supuesto, lo obvio: suerte en el pantano".

Rodrigo Fresán: "Con esto me acuerdo de que en una entrevista Wallace explicó sus intenciones con sintética claridad: 'Tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados'. Misión cumplida".

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Hoy, mientras una vez más buceo y naufrago por La broma infinita, aunque ahora la edición estadounidense y conmemorativa, reviso a las entradas de Invierno infinito y rescato algunos de los apuntes:

"300 páginas. Tres días y 300 páginas. Se empantana la lectura de La broma... A veces avanzo. A veces, leerla es un espejismo: creo que avanzo, pero no es así. Otras veces, al revés: creo que la página permanecerá pegada, que nunca la superaré, pero luego me doy cuenta de que no es así y que los números se suceden".

"Pasé la nota al pie de página número 200. ¿Cuántas notas al pie de página tiene La broma...? 388 notas al pie".

"Ya, recién a estas alturas, página 500, se puede tener cierta certeza de responder la siguiente pregunta: ¿de qué trata La broma...? Da la sensación de que DFW ya puso sobre la mesa todas las presentaciones de personajes, territorios, tramas. Y que lo que viene ahora es el desarrollo de todo eso. Esa sensación, claro, puede ser engañosa".

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A 20 años de su publicación en inglés, La broma infinita sigue presente en el campo cultural estadounidense y mundial. Hay páginas web, foros, más blogs y bitácoras, y cientos de youtubers que suben contenidos sobre ella. De alguna manera, es una novela perfecta para estos tiempos digitales; una obra que parece no tener fin, adictiva, incluso compulsiva, imposible de dejar de leer a ratos, en otros momentos aburrida, tediosa, digresiva e insoportablemente posmoderna. Pero también una novela que conecta. O que quiere conectar y seducir a un lector que —ojalá ya dada vuelta la última página— se sienta menos solo.

Compuesta de 1.216 páginas (edición de Mondadori, 2002, traducción de Marcelo Covián y supervisada por Javier Calvo, traductor del resto de la obra de Foster Wallace al español), La broma infinita trata de varias cosas a la vez, sin duda demasiadas, y por eso mismo los editores de Foster Wallace supieron que debían crear una campaña especial. Antes de distribuir la novela en librerías, imprimieron una serie de postales con la portada del libro y la pregunta: "¿Estás listo para el reto?".

Publicada en febrero de 1996, el libro funcionó con los lectores, pero no toda intelligentsia estadounidense respondió igual. "El libro se siente como una de esas esculturas de Miguel Ángel sin acabar —escribió Michiko Kakutani, la severa crítica de The New York Times—; a través de sus páginas se percibe una criatura divina tratando de luchar, intentando escapar del mármol, pero está atrapada, la mitad adentro, la otra afuera e incapaz de romper el mármol para estar completamente libre".

A lo largo de tres historias, Foster Wallace juega, entre otras cosas, con la idea de una novela fallida a propósito. Y eso se siente como lector: uno lee La broma infinita y queda con un gusto incompleto. O de sobreabundancia. O tal vez algo entremedio. Y por eso Kakutani, de alguna manera, acierta en un punto: esta no es una obra lineal y complaciente en cuanto a trama. O como dijo el mismo autor: "Este es un desorden muy ordenado y muy, tal vez demasiado, pensado de antemano".

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La broma infinita está ambientada en un futuro distópico en el que Estados Unidos, Canadá y México son gobernados por la Onan, una organización que controla el nuevo superestado del norte. En ese futuro, además, el tiempo es medido por el capitalismo; la humanidad no se rige por años sino por marcas o productos (El Año de la Entretención Adulta, El Año del Whopper, Ropa Interior para Adultos Depend y así); y la Estatua de la Libertad sirve como un anuncio gigante, sosteniendo en alto enormes hamburguesas y otros artículos falsos en lugar de su antigua antorcha. Miles de hámsters salvajes andan sueltos y gran parte de Nueva Inglaterra se ha convertido en un vertedero de desechos tóxicos que el presidente quiere botar en territorios canadienses. De ahí que en parte exista un grupo separatista de Quebec que desesperadamente busca la copia original de "la broma infinita", una película que, dice la leyenda, entretiene hasta causar la muerte. El plan de los sanguinarios secesionistas quebequenses Assassins en Fauteuils Roulants (los Asesinos en Sillas de Ruedas) es duplicar la película, distribuirla, sentarse y contemplar cómo los estadounidenses se matan a sí mismos con el placer.

El autor tras "La broma infinita" es un tal James O. Incandenza, otrora cineasta conceptual, director de la Academia de Tenis de Enfield y padre de tres hijos: Orin, un jugador de fútbol americano exitoso; Mario, el hijo nacido con deformaciones, y Hal, un jugador de tenis junior, aquejado por reiteradas pesadillas y con una inclinación por disfrutar demasiado algunas drogas recreativas. Hal es una de las anclas de la novela, uno de los personajes que más se desarrollan, aunque este no solo sufre la tensión de ser una promesa del tenis; en las primeras páginas todavía está recuperándose de haber descubierto a su padre muerto, la cabeza reventada y salpicada de sangre dentro de un microondas ("¡algo huele muy bien!").

Por último, La broma infinita sigue la vida de un grupo de freaks y exadictos que conviven en la Ennet House para la Rehabilitación del Alcohol y las Drogas. Ahí es donde conocemos a Don Galey, un adicto al Demerol, y Joelle Van Dyne, o "Madame Psychosis", una actriz que apareció en algunos de los films de Incandenza y que ahora tiene un programa radial de culto.

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"Pasé la página 800. Se elucubra sobre el suicidio de James O. Incandenza, quien puso su cabeza en el horno. Su comportamiento se denomina anhedonia. Una suerte de melancolía simple. Estas son las partes en que estoy seguro de leer lo que Foster Wallace siente de manera codificada. En especial, luego de leer tantos perfiles tras su muerte, todo pareciera apuntar a que sentía algo así: una suerte de anhedonia. David Foster Wallace, después de todo, como un escritor melancólico. Que es la figura que una y otra vez surge en la literatura gringa (Yates, Cheever, Fitzgerald)".

"Otra frase que no pasa desapercibida ahora que se cumple un año del suicidio de Foster Wallace: 'La verdad es que las horas anteriores a un suicidio son un intervalo generalmente de enorme egoísmo y egolatría'".

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"Mi plan era escribir un libro triste —dijo Foster Wallace en una de las entrevistas para promocionar La broma infinita—. En verdad esa era la única idea que tenía en mi cabeza al comenzar a escribir". Hay algo de cierto en eso. Este un libro triste, pero por momentos rabioso y extremadamente pop, aunque no sobre el pop vacío, ese que acumula citas gratuitamente. Consumidor voraz de la cultura basura y popular, Foster Wallace supo radiografiar que, en parte, por temor a estar solos y aburrirnos, somos una cultura que busca entretenerse hasta la muerte. De alguna forma, así, La broma infinita es un libro en contra de la entretención pasiva, o que por lo menos nos advierte lo peligroso que es consumir pasivamente la cultura popular.

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"Justo hace dos semanas comencé a leer La broma infinita. Ayer, a altas horas de la madrugada, pasé la página 1.092, la última. La gente (los lectores) le tiene miedo a La broma infinita. Yo también; es larga, gigante, páginas delicadas tipo biblia, muchas notas al pie de página, digresiones varias y, para rematar, una traducción ibérica (joder, tío, capullo, etcétera). Pero acá estoy escribiendo luego de pasar la página 1.092; y aún la idea de que el final de La broma infinita, como siempre pensé, sería una nota al pie de página, ronda en mi cabeza sin bandana".

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Por debajo de las digresiones e historias paralelas que nunca se conectan, en La broma infinita, se sienten las notas al pie fantasmas y biográficas de un escritor que venía escapando de una depresión y que había encontrado en la ficción una cura, aunque fuese solo momentánea. Foster Wallace dijo varias veces que escribir y leer son formas de esquivar el destino fatal y humano que a todos nos espera. Y en ese sentido, La broma infinita es una novela que refleja nuestra humanidad, así como también nos ofrece la oportunidad de escaparla a lo largo de sus más de 1.000 páginas.

"Escribir ficción es lo único que me hace olvidar el concepto del tiempo —dijo Foster Wallace en su primera entrevista, a fines de los años ochenta, cuando aún era un estudiante de posgrado—. Y eso, probablemente, es lo más cercano a la inmortalidad que se pueda estar".

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