The Allins: la inmundicia y la furia

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Acompañado de una banda de punk rock ruidosa, elemental y mal ensayada, G.G. Allin solía auto mutilarse, morderse hasta arrancar la piel y meterse el micrófono en el culo. De ahí su número más famoso: defecar, arrastrarse sobre las heces y lanzarlas al público.


Hay personas que se levantan y se van en esta última función de The Allins en el festival In-Edit porque la figura de G.G. Allin da motivos a la gente sensible. Bio exprés. Kevin Michael Allin es el artista más extremo en la historia del rock por motivos extramusicales. Tras un concierto se mató el 28 de junio de 1993 en un departamento de Manhattan, debido a una combinación fatal de alcohol y coca en un carrete tan hardcore que estuvo muerto un par de horas antes que se dieran cuenta.

G.G. era un idealista extremo. Concebía al rock en un estado primitivo antes de convertirse en negocio. Creía en la libertad absoluta del ser humano, cero control. Llamaba a matar a la policía y bautizaba canciones con títulos como "Exponerse a los niños", "Muérdemelo, escoria" y "Gitano hijo de puta".

Lo interesante sucedía en vivo.

Acompañado de una banda de punk rock ruidosa, elemental y mal ensayada solía auto mutilarse, morderse hasta arrancar la piel y meterse el micrófono en el culo. De ahí su número más famoso: defecar, arrastrarse sobre las heces y lanzarlas al público.

La audiencia también tenía un rol en medio del salvajismo. Le pasaban todo tipo de drogas, botellas y lo golpeaban durísimo cuando G.G. los provocaba. Los shows duraban apenas cuatro temas hasta que el dueño del tugurio enviaba a los guardias a sacarlos a patadas del escenario.

Por esta clase de espectáculos y pavorosos crímenes como violación y tortura G.G. Allin estuvo varias veces en la cárcel. En su última estadía lo fueron a visitar sin conocerlo Kurt Cobain y el batero de The Flaming Lips Nathan Roberts. G.G. los mandó a la mierda.

Este último dato y otros no están en The Allins (2017). Más que una biografía exhaustiva del desquiciado músico muerto a los 36 años, se trata sobre la manera en que lidian con su muerte y legado el hermano Merle y la madre Arletha.

Para él, miembro de la banda Murder Junkies que acompañó hasta el final a G.G., la presencia del hermano es constante porque también representa su fuente de ingreso. Merle vive para explotar comercialmente su memoria junto con seguir tocando en sitios de mala muerte.

Con la mamá es distinto. Para ella se trata del recuerdo de dos personas radicalmente contrapuestas, el dulce Kevin Michael siempre sonriente en los retratos infantiles, un chico con talento como repite varias veces, y esta bestia en vivo, cuyos actos empujaban a los fans a orinar y defecar su tumba como tributo hasta el retiro de la lápida. Arletha se pregunta varias veces por qué salieron así los niños, tan loquillos, si bien reconoce que no los vigilaba mucho por estar siempre trabajando. Lo dice de verdad intrigada aunque los Allins nunca fueron gente normal.

El padre Colby Allin era un fanático religioso que originalmente bautizó Jesus Christ a Kevin. Amenazaba con matarse y cavó tumbas en el sótano de la casa, vivienda miserable sin servicios básicos, una para cada miembro de la familia. Violó a la madre delante de los hijos y fue ese el momento en que Arletha decidió que debían arrancar, sino morir asesinada junto a los niños era cosa de tiempo.

El relato es estremecedor y sucede cuando Merle y Arletha se reúnen después de un par de años sin ninguna clase de reprimenda, simplemente ponerse al día en trivialidades y asuntos más íntimos como el quiebre amoroso de Merle con una pareja de largo tiempo. Un mundo normal y casero que convive con este recuerdo de un artista radical que aún merece unas vueltas. ¿Estaba loco o experimentó legítimamente el arte con total intensidad?

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