Opinión

Las ideas importan

Las ideas importan

Suele decirse que las democracias giran alrededor de las ideas políticas. Por supuesto, dicha caracterización es simplista. Enmascara el rol que otros factores (estatus, dinero, carisma, influencia, etc.) tienen en el funcionamiento democrático. No obstante, la creencia de que las ideas políticas importan –y mucho– sigue gozando de buena salud. ¿Qué tan fundada es dicha creencia? En mi opinión, de ella puede desprenderse una cadena de consecuencias útiles para la democracia contemporánea, a condición de no trivializarla.

Dado que la ciudadanía prácticamente no conoce a las personas por quienes vota, una elección es (nunca mejor dicho) un voto de confianza; un acto de fe transmutado en rito racional debido a la comunión de ideas políticas, entre votantes y representantes. Tal comunión no se produce de forma directa o mágica. Es mediada por los partidos políticos y posibilitada por la democracia. Los partidos sirven (o debieran servir) como atajos cognitivos para que votantes y candidatos/as se sitúen y encuentren en un mercado plural y competitivo de comprensiones del mundo. Las ideas políticas serían algo así como señaléticas en un tráfico complejo de percepciones, preferencias y convicciones sobre la mejor manera de resolver problemas colectivos. Ayudarían a la ciudadanía a evaluar la capacidad de sus potenciales representantes para ofrecer una respuesta satisfactoria a sus expectativas, necesidades y preferencias.

Pero, si las ideas son la variable central de la democracia, si ellas racionalizan elecciones y pactos políticos, ¿no habría que conceptualizarlas mejor? ¿Es sensato asumir que ellas coinciden lisa y llanamente como lo declarado en documentos de campaña o actos fundacionales de partidos? Los discursos electorales pueden ocultar objetivos, intereses o metas por razones estratégicas. Esta parece ser la explicación más probable de la exclusión de los llamados “temas valóricos” del programa de gobierno recién presentado por Kast. Y las ideas –como las personas e instituciones– tienden a mutar. Por consiguiente, una idea política parece ser algo más laxo y poroso que una ideología; algo más relacional y variable que el contenido de un documento, sin llegar a ser– como pretenden algunos candidatos– un artefacto completamente maleable o flotante.

Si las ideas permiten diferenciar y darle identidad a agrupaciones y ofertas políticas, si a través de ellas se sellan pactos trilaterales (entre representantes, votantes y partidos), si orientan al votante como una brújula al navegante, entonces, también ellas debieran servir para medir lealtades y conductas de las y los representantes. Si la democracia otorga poderes transitivos como resultado de enarbolar ideas como estandartes, los escaños así obtenidos no constituyen un botín personal. Si gracias a la democracia– que no es ni más ni menos que una metaidea institucional– circulan y triunfan circunstancialmente ciertas ideas sobre otras, no es legítimo usarlas para socavar a aquella.

Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público Universidad Austral de Chile

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