El peso de la catástrofe y su contexto

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Museo de la Memoria (Crédito: Laura Campos).


La renuncia intempestiva del recién nombrado ministro de las culturas y las artes, Mauricio Rojas y la polémica sobre el subsecretario Luis Castillo son un fiel reflejo de la tensión que existe entre la política de hoy y el peso de nuestra última catástrofe, concepto utilizado por el historiador francés Henry Rousso en su libro de 2012 sobre el tiempo presente y el Holocausto. La catástrofe, según este autor, es aquel gran acontecimiento violento reciente que marca el presente y que funciona como un punto de inflexión respecto de un antes y un después en prácticamente todos los aspectos de la vida social. Nuestra última catástrofe, qué duda cabe, es el Golpe de Estado de 1973.

Durante estos días se ha dicho que el tema de los derechos humanos es un tema de grupos minoritarios pero influyentes, citando encuestas respecto de los verdaderos intereses de los chilenos serían económicos y de seguridad ciudadana. Una cosa no excluye la otra. Las cuestiones éticas son relevantes y las personas pueden unirse y alinearse fácilmente en torno a asuntos que les parecen centrales sin por ello renunciar a sus intereses cotidianos. Constituye también un error de proporciones definir al mundo del arte y la cultura (y con cierto desdén) únicamente como de "izquierda", pues representa un conjunto de sensibilidades mucho más complejo que una simple adscripción política. Desde el "Yo acuso" de Zola en el siglo XIX, diversos artistas e intelectuales han sido voceros e intérpretes del malestar social y de un sentimiento de injusticia. Por lo tanto, el problema no es que Mauricio Rojas haya sido o no de izquierda; o que cambió sus convicciones durante su exilio en Suecia, quemando lo que adoraba y adorando lo que antes habría quemado. Ello sólo pude ser de interés para quien desee ahondar en la sicología del sujeto y su particular biografía. La cuestión central tiene que ver con sus declaraciones escritas en torno a lo que es el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, al definirlo como un montaje, cuyo objetivo sería aturdir al visitante impidiéndole reflexionar respecto de los orígenes de la violencia política en Chile. Con ello vuelve a abrir una herida que nunca ha terminado de cicatrizar, justamente por este afán de dar por cerrado el capítulo y buscar causas mecánicas a la violencia estatal.

El peso histórico de lo sucedido en Chile en términos de violaciones a los derechos humanos ejercidas por el Estado, traspasó por lejos las fronteras del país y actualmente es parte de una conciencia internacional sobre uno de los capítulos más violentos del siglo XX. Esta lección es válida para regímenes de todo signo y color político y tiene la forma de una advertencia para el mundo y las futuras generaciones. La violencia del Khmer Rojo, de las purgas estalinistas o de la represión en Hungría y Checoslovaquia son parte de esta misma conciencia universal que ha tomado más de 50 años en tomar forma. Y si queda alguna duda, son válidas hoy para Venezuela, Nicaragua, Ucrania y donde sea que se violen los derechos humanos.

Sobre esta dimensión sólo una parte minoritaria de la derecha se ha hecho eco, y de quien seguramente Daniel Platovsky se ha convertido, en estos últimos días, en su mejor y más digno representante. No es de extrañar que alguien que ha conocido la violencia de Estado en la persona de su padre, un sobreviviente de los campos de exterminio Nazi, haya respondido de inmediato al llamado ético hecho por Raúl Zurita. Entonces volver sobre la idea de la explicación del "contexto" implica un enorme peligro para la propia derecha si es que el resultado de ese contexto quiere explicar (y ni siquiera digo justificar) la tortura, el exilio, la desaparición la prisión política y los atentados contra Prats, Letelier y tantos otros crímenes. La asimetría entre lo ocurrido antes y después de 1973 es tan grande, que la explicación del contexto toma la forma de una suerte de ecuación exculpatoria, donde el Congreso Socialista de Chillán y las acciones de grupos como el MIR y otros automáticamente sólo pueden traducirse en la represión, el exilio e incluso al exterminio de miles de militantes y simpatizantes de la UP. Todo aquello además organizado metódica y fríamente por las máximas autoridades del Estado, que pagaba cotizaciones y vacaciones a sus agentes encargados de la represión.

La explicación mecánica sería entonces la de una historia sin libertad, donde una cosa lleva a la otra; donde los seres humanos son acarreados por fuerzas que no controlan y que los superan. Es decir, todo lo contrario a quienes dicen defender la libertad y la primacía del individuo por sobre el colectivo. Por último, hay algo que siempre se olvida y que parece del todo evidente. Una pregunta que siempre ha rondado lo ocurrido después del 11 de septiembre de 1973. Porque si teóricamente se aceptase la tesis de la provocación de la izquierda, militarmente los adversarios ya estaban vencidos el mismo 11 de septiembre a las pocas horas de iniciado el golpe ¿Por qué entonces en ensañamiento con los derrotados e inermes?, ¿Por qué la tortura, la prisión y la desaparición forzada? ¿El fantasma de convertirse en una Cuba justificaba los peores crímenes? Esa es la pregunta que aún no tiene respuesta, la pregunta que vuelve a resurgir cada cierto tiempo respecto de nuestra última catástrofe. La reciente desaparición de Andrés Aylwin nos recuerda que siempre se pudo y se puede decir no a la barbarie.

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