Niños TEA y coronavirus: "Hay que mantener la rutina, aunque esta pandemia haya venido a desestabilizarla”




"Conocí a mi marido a los 17 años y hemos estado juntos desde entonces. En 2005, luego de muchos intentos y un proceso de fertilidad asistida, tuvimos a nuestro primer hijo, Nicolás. Nació como un niño neurotípico, como le decimos en el lenguaje apropiado a la cultura de los trastornos del espectro autista. Tenía algunas dificultades de reflujo, pero estaba respondiendo bien al crecimiento común. Era sociable, reaccionaba a las cosquillas, sonreía y estaba desarrollando el lenguaje. Hasta que cumplió un año y empezamos a detectar una diferencia en las conductas: había empezado a perder la capacidad de verbalizar y para pedir lo que quería, en vez de comunicarlo oralmente, nos tiraba de la mano e intentaba guiarnos.

No teníamos, hasta ese minuto, mucha experiencia en crianza y tampoco sabíamos del todo cómo se daban los procesos de desarrollo y crecimiento. En nuestro entorno cercano solo habíamos visto crecer a mis sobrinos, pero igual con mi marido nos empezamos a preocupar. La disminución en el lenguaje la interpretamos en un principio como una regresión. Esto le pasa a todas las familias que se enfrentan a este desafío, porque nadie te explica que se trata de la manifestación más completa del trastorno. Luego, en el 2007 y contra todo pronóstico, tuvimos a nuestro segundo hijo Martín.

Entre la crianza del recién nacido y las necesidades de Nicolás, que requerían de una atención especial, la vida asumió un ritmo muy acelerado. Tomamos entonces una decisión: yo seguiría trabajando como asistente social, a tiempo completo, y mi marido –que tenía un trabajo que le permitía mayor flexibilidad– se quedaría en la casa y asumiría las tareas relacionadas al hogar y al cuidado de los niños. Él se haría cargo de los desafíos cotidianos. Y juntos nos hemos complementado en esta lucha y oportunidad que nos dio la vida. Pagarle a un tercero para que nos ayudara no era una opción.

Así, durante los primeros años de vida de Nicolás, buscamos respuestas por todos lados. Le hicimos exámenes, controles y estudios. Y recién a los cinco años dimos con el diagnóstico oficial. Un neurólogo nos supo decir que estaba dentro del espectro y nos advirtió que además de las complicaciones propias del trastorno, desarrollaría otras dificultades biológicas, tales como trastorno del sueño –y por ende una pérdida en el rendimiento escolar o cotidiano–, problemas gastrointestinales y una serie de complicaciones que alterarían, inevitablemente, la dinámica familiar. Por lo que íbamos a necesitar terapeutas ocupacionales y varios especialistas que ayudaran en el proceso.

Como familia ya sospechábamos todo eso. El diagnóstico llega de manera tardía en un momento determinado, pero la vivencia empieza mucho antes. Esta es la ruta que seguimos de manera más o menos similar todas las familias con niños TEA, independiente de que hayan algunos que logren estar más integrados. Nicolás no ha podido hacerlo, porque en su minuto hicimos una evaluación rigurosa de las posibilidades y como padres definimos que las opciones disponibles en este sistema no eran beneficiosas para él. Durante los primeros años tuvo una escolaridad especial, pero después decidimos educarlo en casa.

Cuando recibimos el diagnóstico, a esas alturas nuestro hijo comunicaba sus necesidades funcionales; cuando quería salir o quería comer. Y nosotros hace ya un tiempo habíamos emprendido una búsqueda y aprendizaje autodidacta. Se suele perder mucho tiempo en fono-audiólogos, pero finalmente una entiende que esperar a que el niño desarrolle un lenguaje verbal se trata, en definitiva, de una pérdida de tiempo valioso. Tiempo que se podría estar usando para internalizar sus maneras alternativas de comunicar, abordar todos los conceptos que hay que conocer, aprender a manejar las expectativas y soltar. Y, quizás más que eso, aprender a lidiar con la discriminación que se hace presente en distintas etapas de la vida de esos niños.

En este proceso, las familias se las sufren todas, entonces tiene que existir una base sólida para poder sobrellevar estos torbellinos. Y por eso, una vez que ya estábamos encaminados, con mi marido sentimos la necesidad de armar una agrupación con otros padres de Talagante y compartir experiencias. Sentíamos que muchas respuestas podían surgir desde la acogida y el intercambio de información. Porque si en Chile ya es complejo criar a niños neurotípicos, menos posibilidades hay para los que se salen de esa clasificación.

Además, hay falta de conocimiento; no hay muchos especialistas formados para detectar los TEA y, por sobre todo, hay falta de tacto. Es difícil decirle a una madre o un padre que su hija o hijo es parte del espectro. Se trata de algo delicado que si no va acompañado de información, puede llegar a asustar mucho. Y muchas veces, sin quererlo, se reduce del tema; se le atribuye la responsabilidad a los padres y hay muchos comentarios del tipo “ustedes no lo saben manejar” o “es un capricho de la edad”.

En 2012, finalmente, nació nuestra tercera hija, Camila. Y ahora somos cinco en la casa pasando la cuarentena juntos. Porque si bien en Talagante no ha habido cuarentena obligatoria, tomamos la decisión de hacerla de manera estricta, porque traer un elemento de enfermedad a la casa complicaría mucho la situación. Pensar en que Nicolás pueda tener una complicación adicional de salud, sería altamente estresante para todos.

En estos dos meses desde que llegó la pandemia a Chile, la situación ha sido difícil. Sé que lo ha sido para todos y soy muy consciente de ser parte de los privilegiados que ha podido contar con un ingreso estable y apoyo de la familia, pero cuando hay un adolescente TEA en la casa, reducir los espacios y llevar una situación de encierro no es lo ideal. Nicolás tiene pataletas y crisis a diario que normalmente logramos sobrellevar saliendo a caminar, y en este contexto todo se ha vuelto más complejo. Y hemos tenido que encontrar maneras para mantener su rutina.

Es curioso porque la crisis sanitaria vino a desestabilizar las rutinas de todos, pero en el caso de personas que tienen trastornos del espectro autista, hay que mantenerlas de la forma que sea. De lo contrario, incurriríamos en un tema mayor. La caminata diaria es una terapia para él, y también es una manera de cuidar nuestra salud mental y la de sus hermanos. Es una forma de contener y evitar una situación peor. Entonces hemos tenido que llevarlo a lugares campestres donde no haya tanta multitud para que pueda estar al aire libre y respirar sin mascarilla. El costo de quebrarle sus rutinas que él tanto exige sería muy alto.

A su manera, Nicolás sabe que algo está pasando. De un día para el otro cambiaron las caras que él tanto observaba y cuyas sonrisas buscaba para poder interactuar. Ya no las puede ver. En cambio, ve mascarillas y eso le da risa, pero también lo sorprende porque no logra entender del todo el contexto detrás. No entiende que hay que usarlas para protegerse de la propagación del virus y su impulso natural es el de quitársela y quitársela a los demás. Tampoco concibe el distanciamiento social ni el hecho que afuera se esté dando una catástrofe que ha alterado las vidas de todos. Esa no es un justificación válida para él, y no hacer su vida como ya la conoce probablemente sería un desencadenante de graves crisis de ánimo.

También se da cuenta de que sus hermanos están más en la casa, pero a su vez no asimila porque no puede estar siempre con ellos. Lo más difícil en este tiempo ha sido, justamente, tratar de hacerle entender cosas que de por sí no le hacen sentido, independiente de que en otros ámbitos sea muy funcional. Porque en definitiva, se da cuenta de todas estas cosas, pero la comprensión no es racional. O al menos, lo que nosotros entendemos por racional. Él entiende desde lo que expresamos con los gestos y la mirada, y en estos tiempos eso ha escaseado".

Jenoveva Arroyo (51) es asistente social, representante de la Agrupación de Padres de Personas con TEA y mamá de tres.

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