Culto

Ha ocurrido un milagro: un relato de Jaime Bayly

Tardó pocos días mi exesposa en mudarse a su nueva casa, acompañada de su novio francés. Parecían contentos. Pasaban las tardes bebiendo vino, escuchando música y fumando en el jardín, al pie del roble cuya sombra parecía protegerlos de todas las cosas malas. Tiempo después, una tarde ya de invierno, mi exesposa tocó el timbre de la casa de mi madre, entró deprisa y gritó.

Ha ocurrido un milagro: un relato de Jaime Bayly

Mi exesposa llevaba muchos años divorciada de mí cuando le pidió a mi madre que le regalase una casa:

-Su hijo me ha hecho sufrir mucho, señora -le dijo, visitando a mi madre en su casa.

La casona señorial de mi madre era la más extensa del barrio, pues había comprado las propiedades vecinas y las había convertido en jardines.

-Necesito una casa bonita, por aquí cerca, para recuperarme de todo lo que he sufrido con su hijo -argumentó mi exesposa.

No mentía cuando afirmaba que sufrió conmigo, o por mi culpa, los años que estuvimos casados. Probablemente sufrió porque yo era un marido díscolo, renuente a la obediencia, listo para hacer travesuras. También sufrió porque ella quería que yo fuese un hombre virtuoso, un hombre que yo no podía ser. Yo la amaba, pero no del modo que ella quería, pues amaba también a otros cuerpos, o a la posibilidad imaginaria de otros cuerpos.

-Busca la casa de tus sueños, hijita -se comprometió mi madre.

Semanas después, mi exesposa le dijo que había encontrado la casa perfecta, a solo dos cuadras de la residencia de mi madre. Fueron a verla una tarde soleada de verano. Mi madre quedó encantada. Era una casa grande, de tres pisos, estilo victoriano, con cuatro dormitorios y cuatro baños. El jardín era grande y en el centro mismo se levantaba un árbol alto y frondoso, un roble añoso que ofrecía sombras bienhechoras.

-En esta casa seré feliz -dijo mi exesposa.

La casa no era barata, desde luego. Mi madre pagó en efectivo. Mi exesposa inscribió la propiedad a nombre de una empresa extranjera.

-Júreme, señora, que nunca le va a contar a su hijo que me ha regalado esta casa -dijo mi exesposa.

-Será nuestro secreto -dijo mi madre.

Tardó pocos días mi exesposa en mudarse a su nueva casa, acompañada de su novio francés. Parecían contentos. Pasaban las tardes bebiendo vino, escuchando música y fumando en el jardín, al pie del roble cuya sombra parecía protegerlos de todas las cosas malas. Tiempo después, una tarde ya de invierno, mi exesposa tocó el timbre de la casa de mi madre, entró deprisa y gritó:

-¡Señora, señora! ¡Ha ocurrido un milagro!

Tendida en una camilla del segundo piso, recibiendo masajes de su terapista, mi madre pensó, al escuchar la palabra milagro, que yo me había convertido en una buena persona y me había presentado en casa de mi exesposa para decirle que aún la amaba. Pero ese no era el milagro, la maravilla sobrenatural. Tras bajar las escaleras en ropa deportiva, mi madre escuchó a mi exesposa vociferando:

-¡Milagro, señora! ¡Se ha aparecido Jesús en el jardín de mi casa!

Asombrada, mi madre preguntó:

-¿A qué Jesús te refieres, hijita? ¿A mi hijo Jaime Jesús?

-¡No, señora! -prosiguió acalorada mi exesposa-. ¡A Jesucristo!

Luego gritó:

-¡Venga conmigo para que vea el milagro!

Mi madre y mi exesposa salieron andando a toda prisa. Llegando a la casa, caminaron por el jardín hasta llegar al roble frondoso y entonces mi exesposa señaló al tronco principal y anunció, trémula de piedad:

-El rostro de Jesús en mi jardín.

Asombrada, traspasada de emoción, mi madre se hincó de rodillas, se persignó y sentenció:

-Bienvenido a Miraflores, Padre y Señor Mío.

Luego mi exesposa se puso también de rodillas y empezó a rezar el rosario con mi madre. Días más tarde, mi madre regresó a la casa del milagro, acompañada de su amigo de toda la vida, el cardenal, un hombre calvo, de pronunciadas ojeras, que era el jefe de la iglesia en su país. El cardenal y mi madre fueron recibidos por mi exesposa y se persignaron, conmovidos, al contemplar la imagen de Cristo en el árbol del milagro. Luego el cardenal le dijo a mi exesposa:

-Tu marido te fue infiel, pero Cristo está contigo.

Mi exesposa y mi madre lloraron, abrazadas, seguras de que el rostro de Jesús en el árbol era una aparición piadosa para confortar a mi exesposa por los años luctuosos que había padecido conmigo. Saliendo de la casa, el cardenal le dijo a mi madre:

-Tenemos que comprar esta casa. Tenemos que abrirla a los fieles para que puedan ver el milagro en el árbol.

Días después, mi madre le dijo a mi exesposa que, como la casa era ahora el sitio de una aparición milagrosa, tenía que convertirse en un lugar sagrado de culto y adoración.

-Me tienes que devolver la casa, hijita -le dijo-. Yo te compraré otra bien bonita, no te preocupes. Pero esta casa se la voy a regalar al cardenal.

La respuesta de mi exesposa fue cautelosa:

-Deme unos días para pensarlo.

-Anda buscando casa nueva -la animó mi madre.

Al día siguiente mi exesposa se presentó en casa de mi madre y, sentadas ambas en la terraza, bebiendo hierbaluisa, le dijo:

-Señora, estoy dispuesta a venderle la casa.

-Es lo que Dios quiere -dijo mi madre.

-Pero mi casa ya no tiene el mismo precio -dijo mi exesposa-. Cuando usted la compró, no había ocurrido el milagro. Ahora se la voy a vender con el rostro de Jesús aparecido en el árbol del jardín. Como usted comprenderá, mi casa ha subido de precio.

Mi madre quedó perpleja y escuchó:

-Ahora mi casa vale el doble, señora, porque viene con milagro incluido.

Mi madre dio un respingo, derramando hierbaluisa en su regazo, y dijo, resignada:

-No te preocupes, hijita, te pagaré el doble para que te compres una casa más bonita.

Con la aprobación de su amigo, el cardenal, mi madre le compró de nuevo la casa a mi exesposa, pero ahora pagando el doble, monto depositado en una cuenta extranjera. Mi exesposa retiró sus pertenencias y viajó con su novio a París, donde adquirió un apartamento y anunció que fijaría su residencia. Sin embargo, cuando el cardenal y mi madre tomaron posesión de la casa del milagro, descubrieron, consternados, que el rostro de Jesús ya no estaba más en el árbol.

-Pronto volverá a aparecer -dijo el cardenal.

No obstante, pasaron los días y el roble volvió a ser meramente un árbol sin el milagro dibujado en su tronco.

-Qué raro -pensaba mi madre-. Se fue mi nuera y con ella se fue el milagro.

Como no podían exhibir el milagro en el jardín, el cardenal y mi madre no abrieron la casa para que los fieles la visitasen y contemplasen la aparición divina. Semanas más tarde, una joven rolliza, que había sido empleada doméstica de mi exesposa, se presentó en casa de mi madre y pidió trabajo:

-La patrona me despidió cuando se mudó a París -dijo la empleada.

No dudó mi madre en contratarla. La trataba bien y le pagaba un buen sueldo, pero la empleada parecía turbada por una sombra, un mal recuerdo. Por eso, a hurtadillas de mi madre, abría el bar de la casa y bebía licores. Una tarde se emborrachó tanto que, caminando en zigzag, la joven rolliza recorrió varias cuadras hasta la parroquia y se sentó al lado de mi madre, mientras oficiaban la misa. Sorprendida, mi madre la abrazó. Con aliento alcohólico, la empleada le susurró al oído:

-Yo sé la verdad del milagro, señora.

Mi madre se interesó vivamente:

-Dime, hijita.

-No era un milagro -confesó la empleada-. La imagen de Jesusito la consiguió mi patrona.

Mi madre la miró a los ojos, ardiendo en curiosidad.

-Mi patrona tenía un proyector escondido en el techo de la casa -dijo la empleada-. Con ese proyector aparecía la imagen de Jesusito en el árbol. Cuando vendió la casa, se llevó el proyector. Por eso ya no se ve el milagro.

Entonces mi madre se permitió soltar una carcajada estruendosa cuyos ecos recorrieron el templo y se escucharon hasta en el altar.

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