Máquinas que componen
Para la IA, un conjunto de grabaciones musicales no es más que contenido que sistematizar, y no el resultado de ideas únicas, intransferibles o conectadas a vivencias particulares. Para quienes hacen canciones, en cambio, se trata de herramientas de trabajo cuyo uso obliga a un pago.

Las canciones tienen autores, por supuesto. ¿Pero son de alguien las melodías acumuladas en nuestra memoria, y que de pronto nos ponemos a tararear? ¿Los ritmos que marcamos con el pie? Frente a un coreo colectivo, ¿quién reclama derecho de propiedad? Pensemos en un verso antiguo ya integrado a la cultura popular —“ayayayay, canta y no llores”, por ejemplo—; ¿debiésemos darle crédito a quien lo escribió hace más de un siglo cada vez que se nos cuela en una conversación? (Por si acaso, un saludo póstumo a don Quirino Mendoza y Cortés).
Los debates sobre creación que hoy agita la inteligencia artificial tienen límites más difusos que los que hasta ahora inspiraban la lógica del derecho autoral. Porque no se trata de atribuir responsables pieza por pieza, sino de abordar el uso de todo un acervo cultural acumulado. La voracidad de los modelos de IA es, por definición, insaciable, tosca, indiscriminada. Todo le sirve; todo lo engulle, sin jerarquías ni criterios de justa retribución. “Pedirles permiso a los artistas por el uso de sus canciones mataría de un plumazo la IA”, dijo esta semana un ex ejecutivo de Meta en el marco de la discusión que tiene tomada a la comunidad musical de Gran Bretaña por un cambio legislativo al respecto. La frase es odiosa, pero técnicamente inapelable. No es lo mismo copiar que entrenar. Para “componer” un bolero, Suno —el servicio hasta ahora más popular para la fabricación de canciones sobre la base de prompts— debe, primero, conocer los códigos del género, a cuyo catálogo enfrenta como a un conjunto de datos, no en la cita estricta de canción por canción.

Para la IA, un conjunto de grabaciones musicales no es más que contenido que sistematizar, y no el resultado de ideas únicas, intransferibles o conectadas a vivencias particulares. Para quienes hacen canciones, en cambio, se trata de herramientas de trabajo cuyo uso obliga a un pago. Son posturas no solo divergentes, sino que nacidas desde campos imposibles de comparar. De un lado la máquina; del otro, el cantor. Allá el procesamiento de datos; acá, la inspiración.
A inicios de este mes, una carta abierta al Primer Ministro británico con firmas deluxe (Paul McCartney, Dua Lipa, Elton John, Coldplay) exigía una protección legal más estricta en el acceso de firmas de IA a la discografía de músicos de ese país. Pero no sirvió de mucho: los miembros del Parlamento le dieron voto de mayoría a los argumentos de expertos en tecnología y representantes de la industria que abogaban por la convivencia de las partes en beneficio de la economía del país y el acceso masivo a las posibilidades tecnológicas: “Ya es hora de aplacar la retórica innecesaria, y a cambio reconocer que nuestro país necesita equilibrar contenido y creatividad, transparencia y entrenamiento, crédito y compensación”, resumió luego el Secretario de Tecnología, a quien luego Elton John calificó de “un poco imbécil”. Acostumbrados como estamos a conciliar intereses contrapuestos, se olvida que, frente a la IA, ya no se trata de quién tiene la razón, sino de cuáles son las consecuencias de persistir en regulaciones de dualidad obsoleta. ¿Alguien, por favor, quiere pensar en la música?
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