Andrea Elliott: “La tolerancia a la pobreza profunda proviene de una deshumanización total de las personas que están en esa situación”

Foto: Nina Subin

Periodista de The New York Times y doble ganadora del Pulitzer, Elliott ha sido galardonada por sus crónicas y por Invisible Child, considerada una obra maestra y que relata en profundidad la vida de una niña sin hogar. De madre chilena, en esta entrevista con La Tercera habla sobre los más vulnerables, la pobreza y las desigualdades. Y también de Dasani, la menor que perfiló para el Times.


La periodista Andrea Elliott ha documentado -con rigor, gran pluma y reporteo de inmersión- la vida de estadounidenses pobres, inmigrantes musulmanes y otras personas al margen del poder. Reportera de investigación de The New York Times, ha recibido muchos reconocimientos por este trabajo extraordinario: el J. Anthony Lukas Book Prize, un premio George Polk, un premio del Overseas Press Club y dos Pulitzer: en 2007 en la categoría Crónica y en 2022 en No ficción, por su libro Invisible Child. Considerada como una obra maestra -Barack Obama lo eligió como uno de los mejores textos del año-, relata en profundidad la vida de una niña sin casa, Dasani Coates, que sobrevive con su familia en Brooklyn en distintos refugios estatales. Es una historia dramática, pero llena de matices, humor, amor, complejidad.

Elliott -que tiene madre chilena y vivió en nuestro país- cuenta vía Zoom a La Tercera el origen de este libro. Cercana y sencilla, relata que primero escribió un largo perfil de Dasani en el New York Times. Fue la pieza de investigación más larga jamás publicada en el diario, y tuvo cinco partes. Y esa historia de una niña pobre y sin techo, escrita sin sensacionalismo, tuvo un récord de lectoría: tres millones de visitas la primera semana. Más aún, provocó mucha reflexión y conversaciones en torno a los niños y niñas homeless y viviendo en pobreza.

A pesar del éxito que tuvo ese perfil, Elliott sintió que faltaba mucho por contar, que sólo había llegado a la superficie. Y pensó que el libro que tanto le habían ofrecido escribir -pero que no terminaba de decidir sobre qué sería- la había encontrado. La vida de Dasani requería esa profundidad, que sólo la dan años de reporteo y seguimiento.

Tras nueve años de trabajo logró escribir Invisible child, que tiene el mismo largo de una biografía presidencial, como ella hace notar. No es casual: Elliott piensa que en la historia de Dasani y su familia está la historia de la ciudad de Nueva York y la de su propio país. Y también es un trabajo de alcance global, pues es una indagación profunda acerca de la pobreza, la desigualdad y sus raíces, y las trampas en que a menudo se cae al tratar de enfrentarla desde el Estado.

Foto: Nina Subin

“También el libro se trata de la raza, de la historia, de quién pertenece a un lugar y quién no… También es una historia sobre una familia. Mi mamá, que es de Chile, en un momento dijo ‘mira, esto es como una telenovela muy inteligente, tiene historia y saga’”, cuenta la periodista, que entregó todo el dinero del Pulitzer a Dasani y su familia, y también otros premios en dinero y parte de los del libro, “porque siento que eso es lo correcto”.

A través de su libro, los sin casa se transforman en personas de carne y hueso. En Chile también ahora mucha gente está viviendo en carpas, incluso frente a La Moneda. Es un discurso tan común como fácil el deshumanizarlas y sólo hablar de cómo sacarlas de allí.

Cuando comencé a escribir sobre las personas sin hogar, eran mucho menos visibles. Los que has descrito en Chile -y lo que hemos visto surgir en toda la costa oeste y también en partes de Nueva York y otros lugares-, es algo que hemos visto crecer en la última década, hasta el punto en que las personas sin hogar ya no pueden ser ignoradas. Cuando comencé, esta era una comunidad que estaba en gran parte de Nueva York oculta a la vista, porque esta es una ciudad que garantiza el derecho al refugio, lo que significa que si puedes demostrar que no tienes a dónde ir, la ciudad debe pagar tu vivienda. Entonces, lo que teníamos era una comunidad masiva de personas sin hogar escondidas en refugios, en su mayor parte deficientes, en toda la ciudad. Y los niños de esta comunidad eran alrededor de 23.000. Ahora son muchos más. Y tú no sabrías que no tenían hogar cuando viajabas en el tren con ellos o los veías ir a la escuela. Cómo humanizarlos es una pregunta realmente interesante, porque creo que lo que más preocupa a la gente está en el papel de la culpa, y en cómo el culpar a las personas sin hogar deja a todos los demás libres. Entonces, la política de la culpa en torno a la falta de techo, en torno a la pobreza, a menudo es lo que define la narrativa pública.

¿Qué quiere decir con eso?

En Estados Unidos en particular los pobres se dividen en dos categorías: los merecedores y dignos, y los que no. Esto viene de hace mucho tiempo. Los pobres merecedores son quienes no pueden ser culpados por su situación: las viudas, los huérfanos, los ancianos y los muy enfermos físicamente. A ellos se les da simpatía pública y ayuda pública. Todos los demás caen en esta categoría de no merecedores, porque siendo físicamente capaces parecen haber elegido no querer trabajar, beber, hacer estas cosas por las que la sociedad los culpa. Y eso es generalmente lo que vemos en las calles. Es mucho más fácil culparlos que ver la realidad -mucho más complicada- de lo que revela su falta de vivienda acerca de las fallas estructurales del enfoque de la sociedad hacia los pobres.

¿A qué se refiere?

Con eso estoy hablando de la red de seguridad: tenemos una red de seguridad muy delgada en Estados Unidos; es abominable, no tenemos garantizado el derecho universal a la vivienda, hacemos muchas cosas en este país que no serían permitidas en Europa y en otros lugares donde se ve que los pobres son contenidos por una red de seguridad. Acá les permitimos caer profundamente en las fisuras. Y entonces esa tolerancia a la pobreza profunda proviene de una deshumanización total de las personas que están en esa situación y de culpabilizarlas.

¿Qué se puede hacer?

El antídoto es adentrarse en estas narrativas humanas, desarmarlas con mucho cuidado y ver cuáles son los patrones. Por ejemplo, de los más de 20.000 niños sin hogar que estaban en el sistema de albergues cuando conocí a Dasani, la gran mayoría de esos niños no son blancos. Son negros o morenos, provienen de una larga historia de privación de derechos en este país, que no es solo racismo social, sino estructural, y que está escrito en los códigos de bienes raíces en la década de 1950, en la imposibilidad de votar, en todas estas barreras legales que establecieron las bases de una pobreza duradera, que Dasani heredaría. Entonces, lo que hice con este libro fue que traté de ir más allá de las etiquetas ‘sin hogar’, ‘pobreza’, que son las condiciones actuales, pero (también) señales históricas, que nos guían para mirar las situaciones predecesoras de las actuales.

¿Qué explica la pobreza de Dasani?

Las personas que la precedieron lidiaron con todo tipo de racismo: esa es una visión empática, pero hay una respuesta mucho más exacta, casi matemática, a la pregunta de qué explica su pobreza. Hay que remontarse, y lo reconstruí minuciosamente, a cuatro generaciones para ver qué le sucedió a su familia en la década del 50. A menudo hablamos de la red de seguridad pública, pero nunca hablamos de la red de seguridad privada, familiar, que apuntala o apoya a las familias predominantemente blancas en este país, generación tras generación tras generación. Y eso también es una red de seguridad: se basa en la riqueza intergeneracional que fue creada en gran medida por el auge de la vivienda en los 50. Eso derivó en esta situación en la que las familias blancas en Estados Unidos han acumulado una riqueza media neta que es 10 veces mayor que la de las familias negras. Nunca hablamos de eso, siempre hablamos de pobreza intergeneracional y culpamos de esa pobreza a la gente, y decimos que ellos son la razón por la que no pueden salir de allí. Y es una respuesta muy floja.

El bisabuelo de Dasani, como usted relata en su libro, fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial, pero cuando regresó, los soldados afroamericanos no tenían las mismas recompensas que los soldados blancos y eso tuvo un enorme impacto negativo en sus descendientes…

Ese fue, creo, el momento más crucial en la trayectoria de la familia de Dasani en el siglo XX. La historia de June Sykes, que descubrí casi por accidente: nadie en la familia la conocía. Él había dicho que luchó en la guerra, pero fue muy vago sobre los detalles, bebió mucho en su vejez, por razones que ahora entiendo después de haber visto su vida, y (en su familia) pensaron que tal vez era el alcohol el que hablaba… Pero fui a los archivos nacionales con su fecha de nacimiento y alguna información muy básica sobre él. Y muchos meses después me llegó un tesoro de archivos. Esas cajas de registros me permitieron desenterrar el misterio sobre este hombre y realmente ver todo lo que hizo por su país y lo poco que recibió a cambio. Junto con aproximadamente un millón de afroamericanos, se alistó para pelear en la Segunda Guerra. ¿Por qué se alistaron? Porque ser militar, entre otras cosas, era su boleto de salida, de salida de un modo de vida profundamente dividido y racista. ¡Se alistó en el Ejército cuando los bancos de sangre estaban segregados! Por no hablar de la infantería, los regimientos. Y se fue con una infantería completamente negra a Europa, convirtiéndose en la primera y única infantería completamente negra en luchar en Europa en la Segunda Guerra. Luchó contra nazis, fascistas, solo para regresar -con tres estrellas de bronce por servicio- a un país que lo relegó a una ciudadanía de segunda clase, si es que se puede llamar así. Y ojo, que esto era la década de 1950, el movimiento por los derechos civiles es una parte importante de ese capítulo histórico, pero es un capítulo que aún no ha encontrado su conclusión.

¿Qué hizo al regresar de la guerra?

Se va a Brooklyn, todavía no tiene derecho a votar, es un mecánico capacitado, pero se encuentra en una ciudad en la que, como otras ciudades del país, los sindicatos -que es como uno puede obtener un buen salario-, a menudo excluían a los trabajadores negros. No puede trabajar en su oficio, no puede comprar una casa, aunque como veterano debería haber calificado para todo tipo de ayudas y préstamos (pero no incluían a los afroamericanos). Entonces tuvo más de 30 trabajos, trabajos como trapear pisos en los turnos de noche, como conserje.

Usted incluso calcula la cantidad de dinero por año que perdió por esas discriminaciones...

Es una ecuación matemática muy básica: lo que habría ganado si se le hubiera permitido trabajar y ganar lo mismo que un mecánico blanco promedio en el mismo período. Y la brecha fue de aproximadamente 200.000 dólares. Esa cifra cambia todo, sin mencionar que cuando eres dueño de una casa, se te permite crear una base para las generaciones venideras, una red de seguridad. Creo que esa es la pieza critica o clave de estos años. Cuando esto se me vino a la mente, pensé ‘bien, este libro ahora ha encontrado su propósito’.

LA FAMILIA COMO UN ACTIVO

Tras su experiencia en este libro, ¿qué se debe tener en cuenta cuando se piensa en políticas públicas para combatir la desigualdad y la pobreza?

Creo que comienza con cambiar la narrativa de la meritocracia de Estados Unidos. Esa ha sido la orgullosa historia durante generaciones. Y digo esto con ternura por mi país, un lugar caótico, absolutamente diverso, que es una mezcla de tantas cosas, nacionalidades, culturas, sistemas de creencias, voces. Este es un lugar donde la narrativa siempre ha sido la fuerza definitoria unificadora, que une a todos. Y tenemos una narrativa en Estados Unidos que dice: ‘Si trabajas lo suficientemente duro, puedes ser lo que quieras’. Y debido a esa narrativa tendemos a venerar las historias de personas como Barack Obama. Historias muy valiosas de niños que crecieron para convertirse en grandes personas que vencieron las adversidades, desafiaron todas las expectativas en la búsqueda del sueño y encontraron su camino hacia el poder. Y celebramos esas historias, y las celebramos tanto que dejamos de enfocarnos en esta otra población masiva: personas con igual fuerza de voluntad, talento, inteligencia pura y otros dones, pero que simplemente no pueden salir adelante. Cuando nos enfocamos tanto en los que salieron, nos olvidamos del resto. Y comienza este tipo de narrativa que dice que debes partir, dejar la comunidad de origen, para poder prosperar, para trascender. Hay algo profundamente problemático en que esa sea nuestra idea central de cuál es la solución.

¿Por qué es tan problemático?

Porque lo que estamos haciendo cuando veneramos esas historias es dejar atrás esta comunidad más antigua, esta comunidad de origen. Es una narrativa incorrecta, porque cuando pasas tiempo en la comunidad de origen, en comunidades desfavorecidas, ves que hay mucho talento que se puede desarrollar. Cuando ves tantos niños a los que se les está fallando, dejas de querer apoyar esa idea de que solo unos pocos deben salir. Empiezas a ver que hay algo profundamente mal con este sistema que mantiene a tantos atrapados. En lugar de pensar en intervenciones que retiren a los niños de la comunidad de origen, los que diseñan políticas públicas, en mi opinión, deben hacer algo diferente, que es tratar a la familia como un activo. Como un activo en el que invertir, como las escuelas, como el sistema médico. Porque lo que puedo decirles después de todos estos años de estar inmersa en un mundo de niños y niñas pobres es que ellos son tan buenos como sus padres. Si los problemas de los padres se abordan en la política pública, esos niños tienen muchas más posibilidades de evitar el trauma y potencialmente trascender el espacio económico que han ocupado sus padres.

¿Cómo fue para usted presenciar la ruptura familiar de Dasani, la separación, decidida por el Estado?

Ese fue uno de los días más tristes de mi vida. Parto esto diciendo que si fue difícil para mí, imagina cómo sería para ellos: mi dolor es solo una pequeña medida del suyo. Pero eso no niega el dolor que sentí, que era profundo y continúa hasta el día de hoy, y no se parece a nada que haya experimentado como periodista. Fue devastador como madre y como ser humano, no solo como periodista, porque yo soy todas esas cosas.

Por último, usted tiene una relación importante con Chile. ¿Qué piensa de la situación de nuestro país tras el proceso constitucional fallido, pero aún en busca de un nuevo pacto social?

Crecí en la comunidad de exiliados chilenos de Washington DC, donde mi madre había llegado antes del golpe, haciendo posible que sus hermanos escaparan de Pinochet. En 1994 me fui a vivir a Chile como estudiante universitaria de 22 años. Recuerdo que me impresionó la intensidad de las protestas en la U: los estudiantes lanzaban piedras a los policías, que respondían con mangueras. Chile acababa de recuperar la democracia, mientras que el mundo veía a Estados Unidos como un lugar de orden y un faro de esperanza, una superpotencia modelo. Tres décadas después, el contraste entre Chile y Estados Unidos me resulta menos evidente. Nunca en mi vida EE.UU. ha estado más polarizado, ni su democracia más frágil. La búsqueda de un nuevo pacto social en Chile se ha desarrollado en tiempo real, en un escenario global, y a veces ha sido doloroso verlo, pero también profundamente inspirador. Creo que el mundo tiene mucho que aprender de la búsqueda de reformas de Chile.

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