Columna de Iván Poduje: La pesadilla de la casa propia

La villa San Luis en 2017, antes de que se concretara su demolición.


A tres años de ser declaradas monumento histórico, las ruinas de la Villa San Luis siguen amontonadas en un sitio eriazo de la avenida Presidente Riesco en Las Condes. El argumento para protegerlas fue salvar el último vestigio de un proyecto de vivienda social emblemático, planificado por Frei Montalva y construido por Allende, que fue expropiado en dictadura y luego vendido a una inmobiliaria que levantó un distrito de oficinas.

Pero no es cierto que esas ruinas sean el último rastro de la Villa San Luis. A cuatro cuadras hay dos manzanas con 530 viviendas sociales del proyecto original que se mantienen en buen estado, al punto que los hijos y nietos de los fundadores viven ahí, allegados o arrendando departamentos, ya que su condición socioeconómica les impide comprar una vivienda en Las Condes donde nacieron y quieren vivir, para no perder sus lazos familiares y recuerdos de infancia.

Este problema se repite en millones de chilenos que cada vez tienen más dificultades para alcanzar el sueño de la casa propia en sus comunas de origen. Por ello, las viviendas con problemas de hacinamiento aumentaron un 35% en solo dos años, y las familias vulnerables deben esperar siete años en promedio entre que forman un comité de vivienda y reciben su casa. Las clases medias también están complicadas. De acuerdo al economista Tomás Izquierdo, los precios de las viviendas han crecido al doble que los salarios desde 2010, así que muchas familias deben ahorrar varios años para juntar el pie de un crédito hipotecario. En este plazo se ven forzados a arrendar, igual que los migrantes o jóvenes y mujeres que recién trabajan, lo que explica que el número de propietarios en Santiago haya bajado de 70% en 2010 a 55% en 2017, según la encuesta Casen

Esta situación instaló un mito urbano: los nuevos hogares chilenos serían millenials que prefieren arrendar para no amarrarse y poder viajar o irse a regiones. La verdad es que la enorme mayoría quiere comprar, pero no puede por las razones descritas y la política habitacional no ha logrado adaptarse a este escenario, lo que elevó el déficit habitacional a medio millón de viviendas. Los subsidios de integración social fueron potentes para combinar hogares vulnerables y clases medias, pero han perdido efectividad por el alza en los precios de los terrenos y las restricciones de los planes reguladores.

Los proyectos para segmentos vulnerables del programa DS49 se demoran cada vez más, debido a la excesiva regulación de sus diseños, llegando a límites absurdos como normar la distancia entre muros y muebles. La escasez de suelo también es un freno para avanzar, y por ello se creó un banco de terrenos fiscales en el Ministerio de la Vivienda y Urbanismo (Minvu). Se trata de una iniciativa positiva, pero insuficiente ya que sumó una fracción menor de los terrenos que tiene el Estado. En Lo Barnechea, por ejemplo, no se incluyó un predio de 92 mil m2 del Ministerio de Bienes Nacionales que viene siendo solicitado hace 11 años por 500 familias sin casa, sin ningún resultado. En Las Condes cuatro predios fiscales permanecen eriazos o se usan como canchas deportivas, mientras miles viven allegados como en Villa San Luis, y lo mismo ocurre en ciudades como Viña del Mar, Antofagasta o Valdivia.

El Estado estaría evaluando usar estos terrenos fiscales para construir edificios destinados a la renta, administrados por privados, lo que requiere aprobar complejas leyes y reglamentos en el Congreso. Es decir, más años de espera para las familias sin casa, pero con el agravante de que no serían propietarios, que ha sido el gran mérito de la política habitacional chilena, ya que permite aumentar el patrimonio familiar, algo prioritario luego de las crisis que hemos vivido.

En vez de inventar ruedas cuadradas, el Estado debe resolver los cuellos de botella que impiden avanzar más rápido en sus programas. El banco de terrenos debe sumar todos los terrenos fiscales y licitarlos a consorcios formados por empresas y comités de viviendas, sin necesidad de tener avances de obras o manuales eternos de especificaciones.

En las clases medias el Estado puede garantizar una parte del pie del crédito hipotecario como ocurre en Australia, lo que reduciría el plazo para comprar una vivienda. Además debe diversificar la oferta, entregando sitios urbanizados con áreas verdes y servicios, para que las familias construyan sus casas con autogestión y asistencia técnica. Por último, es urgente que el Minvu aplique decretos que impidan que los planes reguladores sigan vetando viviendas de integración social en barrios consolidados o con estaciones de Metro.

Si no aplicamos estas medidas al corto plazo, el sueño de la casa propia se transformará en una pesadilla que ahogará a miles de familias en el hacinamiento y los arriendos abusivos, lo que inevitablemente aumentará las tomas de terrenos y los campamentos, generando un crecimiento informal que podría alcanzar dimensiones insospechadas.

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