Opinión

Atreverse a ser sensatos

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En tiempos como estos —donde la ansiedad electoral se confunde con urgencia y cada actor compite por ocupar diez segundos de pantalla— conviene recordar que gobernar no es acumular gestos, sino producir resultados. La discusión pública se ha vuelto un ecosistema donde la frase ingeniosa vale más que la evidencia, y donde muchos parecen esforzarse más por ganar titulares que por evitarle costos al país. En ese ambiente, la sensatez dejó de ser una virtud y pasó a verse casi como una excentricidad.

Pero la sensatez no es un estado de calma ni un acto de buena fe. Es una posición política: implica aceptar que las políticas públicas no se sostienen con declaraciones, que los acuerdos requieren renuncias y que los problemas complejos no se resuelven a la velocidad de las RRSS. Sensatez es entender que nadie gobierna solo, y que incluso quienes se detestan políticamente deben coordinarse si quieren que el Estado funcione.

También es menos glamoroso de lo que se admite. Exige tomar decisiones impopulares, priorizar lo importante por sobre lo que da aplausos rápidos y asumir costos que nadie celebra. Implica negociar con datos, no con pulsiones, y reconocer límites que no caben en un eslogan. Y sí, muchas veces significa avanzar en silencio mientras otros ocupan el micrófono para ejercer la indignación performática.

La verdad incómoda es que parte importante de la política chilena se acostumbró a la inmediatez del comentario, pero no a la responsabilidad de la consecuencia.

En ese contexto, la sensatez no es un acto moral, sino un criterio de eficacia. Es la diferencia entre una política que produce cambios concretos y una política que produce solo frases. Es moverse con lucidez en medio del ruido, evitando que el calendario emocional de las redes capture la agenda pública, o que cada discrepancia se convierta en un drama identitario. Porque, aunque no genere virales ni “momentazos”, la evidencia es tozuda: cuando baja la espuma, casi todo lo que funciona —la política pública que se sostiene, la medida que mejora un servicio, la ley que se implementa— proviene de decisiones razonables tomadas lejos del escenario.

Lo que viene exigirá menos consignas y más oficio. El país está corto de margen y largo en expectativas. No necesita conversaciones incendiarias, sino acuerdos ejecutables y responsables. Quizás ahí radique la verdadera audacia de esta época: atreverse a pensar antes de hablar, a negociar antes de gritar, a preferir soluciones sobre monólogos. No para agradar a nadie, sino porque sabemos el costo de la política que suena fuerte pero resuelve poco.

Al final del día, la política no se evalúa por el ruido que hace, sino por el país que deja.

Y ese examen —a diferencia de los debates— sí cuenta.

Por Natalia Piergentili, directora de asuntos públicos de Feedback.

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