Columna de Ascanio Cavallo: Cuatro panes en dos cestas

Voto, servel


El gobierno envió en estos días al Congreso un proyecto de ley para dividir en dos jornadas las cuatro elecciones simultáneas fijadas para el 11 de abril. Como ya se ha hecho casi ritual, el proyecto fue aprobado en una Cámara (el Senado) y, por lo tanto, rechazado en la otra (la de Diputados), lugar donde, además, se le han agregado colgajos para resolver problemas diferentes. Y, por lo tanto, ha pasado, como muchos proyectos de este gobierno, a una comisión mixta.

La fundamentación técnica de la idea es poco discutible: cuatro papeletas simultáneas demorarán los procesos de voto, recuento y verificación. Será virtualmente imposible que los resultados se conozcan en el mismo día -como ha sido habitual en el musculoso sistema chileno- y la proverbial confianza de los electores en la limpieza del proceso podría verse dañada. Una gota más en el pozo de la desconfianza.

La dimensión política es más complicada. La división lógica de las elecciones es: un día para gobernadores y constituyentes y otro día para alcaldes y concejales. También parece lógico que en cada día vote un distinto número de personas; dicho de otra manera, que haya más abstención en uno que en otro.

Prima facie, para la ciudadanía resultaría más atractivo el día de los gobernadores y constituyentes: ambas elecciones son inéditas y ponen en acción nuevas piezas dentro de la trama institucional de Chile. Nunca las regiones han tenido gobiernos elegidos, nunca se ha convocado a todos los chilenos para ser parte de la redacción una Constitución. Ambas tienen un intenso aroma histórico, aunque esa delicadeza no alcanza a emitirse por las aburridas redes digitales que son hoy el principal soporte de la propaganda. Debido a esos engañosos recursos, la actual es una campaña de muy baja intensidad para decisiones de gran envergadura.

En cambio, las elecciones municipales han seguido una trayectoria declinante, que llegó a su piso en las anteriores, el 2016, cuando sólo un 35% del padrón, poco más de un tercio, concurrió a votar. Sin embargo, esos mismos alcaldes, aun elegidos con pocos votos, lograron un protagonismo estelar en los inicios de la pandemia y, al menos en un par de casos, aspiran a dar un salto desde allí al sillón presidencial. Aun con poca votación, las elecciones de alcaldes interesan sobremanera a los partidos y a sus dirigentes. En cuanto instalación de poder territorial, se han convertido en un elemento predictivo de las siguientes presidenciales. La flaca épica política de la comuna compite con su verdadera importancia táctica.

Queda pendiente el problema de noviembre, cuando de nuevo habrá cuatro elecciones paralelas: Presidente, senadores, diputados y consejeros regionales. Esos panes sí que son difíciles.

La abstención es una de las principales amenazas para la convención constituyente. Los interesados en impugnar su legitimidad -que, desde luego, ya los hay- se afirmarían de una baja votación nacional. Los parlamentarios se dieron cuenta de este problema cuando establecieron que la votación final de la Constitución, la que aprueba o rechaza el texto acordado, será con voto obligatorio, pequeño guiño de reconocimiento del error histórico cometido con el voto voluntario.

Este es el primer problema de la convención. Los dos siguientes tienen que ver con la inflación de expectativas que ha producido, con o sin voluntad, el discurso del asambleísmo constitucional. La primera ilusión es que en la convención abundarán los desconocidos y los aficionados, ciudadanos de a pie, distantes de los partidos y orgullosamente independientes. El sistema electoral no da espacio para esto. Los partidos llevan una ventaja inmensa -desde el acopio de recursos hasta la notoriedad de sus figuras- y la “proporcionalidad corregida” permite que la posibilidad de ser elegido se concentre en esas listas, incluso con muy pocos votos, tal como ocurre en la Cámara de Diputados. Las estimaciones de expertos cifran la posible elección de independientes entre 3% y 6%, lo que significa entre cinco y nueve convencionales. Pero esa puede ser una minusvaloración.

La segunda fantasmagoría es que la producción de un nuevo texto constitucional resolverá los problemas imperiosos del país. La única forma en que la Constitución se haga cargo de deficiencias urgentes es que en paralelo aumente la participación en la política y obligue a los partidos a remozar sus envejecidas fachadas. Sin eso, la Constitución será no mucho más que una declaración. Esta es otra razón para que el problema de la abstención adquiera una importancia estructural.

Hay una tercera fuente de posible frustración. Quienes han promovido en forma persistente el cambio de la Constitución creen que la convención será naturalmente dominada por una sensibilidad de centroizquierda e izquierda. En su interpretación, el 18-O confirmó esta voluntad. Pero esta no pasa de ser una impresión, que aún no ha sido corroborada por ningún evento democrático, ni siquiera por las encuestas. Los datos conocidos indican que el país ha estado dividido en partes similares y que el mundo de la centroderecha copa alrededor del 45% del electorado. Como es lógico, incluso quienes se sienten derrotados por el cambio de la Constitución y los que opinan que Sebastián Piñera “entregó” la arquitectura institucional, forman parte de este conglomerado que viene soportando ese porcentaje a lo menos desde 1999. La división de estrategias del mundo opositor nace precisamente de esta realidad intragable, y el resultado ha sido que al final conformara no dos, sino cuatro listas paralelas para la convención. Es muy difícil que en tales condiciones una de esas listas consiga superar a la lista única del oficialismo. Medida por listas, la hegemonía será de centroderecha.

Esta conclusión ha llevado a algunos a promover la alteración de la regla de dos tercios para los acuerdos constituyentes y otras triquiñuelas del mismo tipo, incluyendo la amenaza jacobina de “rodear la convención”. El atrevimiento de esto no está en su formulación -”cualquier cosa que, en su imaginación, pueda cambiar la historia”, escribió una vez Philip Roth-, sino en la oscurecida conciencia de que la alteración de las reglas del juego polarizaría al país hasta los límites de su resistencia. Pero esta es otra historia.

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