Columna de Daniel Matamala: La quema de Judas



Una de las tradiciones de la Semana Santa es la “quema de Judas”. Un muñeco gigante, al que se prende fuego en medio del júbilo popular por el castigo al “traidor”. Es un espectáculo que, con distintas fechas y excusas, es universal: el solsticio de invierno o verano, la Fiesta de San Juan y la despedida del Año Viejo son algunos de los momentos en que es tradicional quemar espantapájaros en público, para simbolizar el fin de lo viejo o lo execrable y su reemplazo por lo nuevo.

También hoy en Chile, la tentación de levantar espantapájaros, culparlos de todos los males y luego quemarlos en acto de expiación parece irresistible. Es lo que ocurrió esta semana con la decisión del pleno de la Convención Constitucional, que elimina el Senado y lo reemplaza por una Cámara de las Regiones.

“El Senado siempre ha sido una institución de resistencia de las élites, de contención de la participación popular y de sabotaje de las grandes reformas”, celebró el alcalde Jorge Sharp. El convencional Jaime Bassa dijo que la eliminación del Senado “derriba brechas de exclusión de la ciudadanía”, y su colega Marcos Barraza afirmó que permitirá “superar el statu quo” y “dejar atrás la corrupción y los privilegios de las élites y de los grupos económicos que se niegan a abrirle espacios al pueblo”.

En una columna de opinión, varios convencionales afirman que el Senado “ejerce un rol paternalista sobre el proceso político” debido a su “rol histórico, heredero del origen aristocrático”, y que “se trata de una institución llamada a controlar a las mayorías democráticamente electas en la Cámara Baja, asumiendo un rol de tutelaje elitista y conservador”.

No hay evidencia alguna que soporte estas afirmaciones.

El Senado existe desde 1812 y se elige de forma directa desde 1874. Fue en ese lugar donde el senador Pablo Neruda hizo su célebre discurso “Yo Acuso”, atacando la proscripción del Partido Comunista por la “ley maldita” del Presidente González Videla. Fue esa institución la que presidieron Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende. Y fue la Cámara de Diputados -no el Senado- la que aprobó el sedicioso Acuerdo de agosto de 1973, que sirvió de justificación al golpe militar. ¿Por qué lo hicieron? Porque en el “oligárquico” Senado no tenían los votos suficientes para destituir legalmente a Allende.

Sólo entre 1990 y 2006, por la aberración de los senadores designados establecidos por Pinochet, el Senado cumplió efectivamente ese rol de “tutelaje elitista y conservador” que tantos convencionales le atribuyen hasta hoy.

Los argumentos no se sostienen. Cuando se rechazó la acusación constitucional contra el Presidente Piñera por el Caso Dominga, el entonces candidato y hoy senador PC Daniel Núñez dijo que “hay que clausurar el Senado. Se volvió cómplice de los corruptos negocios de Piñera”. Lo curioso es que la acusación tuvo más apoyo entre los senadores (55,8% de respaldo) que entre los diputados (50,3% de votos a favor), y se rechazó por no reunir el quórum de dos tercios.

Sí: el Senado aprobó la corrupta Ley de Pesca y dejó pasar legislación dictada por empresas como SQM. Pero adivinen: la Cámara de Diputados hizo lo mismo.

Del otro lado, las reacciones han sido igualmente tremendistas. “Por dos votos la Convención eliminó al Senado, poniendo fin a 200 años de historia”, dijo el exsenador Ignacio Walker, cuando en verdad la votación fue por una amplísima mayoría: 104 de los 154 convencionales, más de los dos tercios.

Entre los incumbentes tampoco ha habido demasiado elegancia en la defensa de sus intereses. El senador Iván Moreira, con cargo asegurado hasta 2030, dice que eliminar el Senado nos llevará “a un Estado totalitario” (…) “para concentrar el poder absoluto de la izquierda”.

Pero hasta ahora lo único definido es que el Senado sería reemplazado por una Cámara de las Regiones. Su forma de elección y sus facultades aún deben ser discutidas. Podría ocurrir que sea un Senado con otro nombre, una institución decorativa o cualquier opción intermedia.

Pero de nuevo parece que quemar a Judas es lo que importa. Hay que eliminar el Senado, aunque no esté claro cómo será la institución que lo reemplazará, ni cuál es la evidencia internacional y la tradición democrática chilena que justifique el cambio.

Hoy, no hay una cámara que sea menos “popular” o más elitista que la otra. Tanto senadores como diputados se eligen por voto proporcional en listas. De hecho, en gran parte del país las circunscripciones senatoriales y los distritos de diputados son idénticos, lo que no tiene ningún sentido. El requisito de edad para ser elegido senador, y los ocho años que duran en sus cargos, podrían cambiarse sin necesidad de prender fuego a una institución democrática para levantar otra sobre sus cenizas.

Tampoco el Senado es más o menos legítimo que la Cámara de Diputados. Ambos están igualmente desprestigiados frente a la ciudadanía, en el sótano de la desconfianza de las personas hacia las élites políticas.

No, eliminar el Senado no es el fin de la República. Hay muchos países perfectamente democráticos que tienen congresos con una sola Cámara, o con una Cámara Alta con menores atribuciones.

Pero eliminar el Senado tampoco hará nada por mejorar la democracia ni la legitimidad del poder en Chile. Peor aun: si a la Cámara de las Regiones se le dan pocas atribuciones, se desprestigiará rápidamente, como un órgano inútil y superfluo. Y si se le dan muchas, la ciudadanía entenderá rápidamente que es un Senado con otro nombre.

¿Cuál será la oferta entonces? ¿Eliminar también la Cámara? ¿Deshacerse del Congreso, como suelen ofrecer los autócratas que tan bien conocemos en América Latina?

Entre el iluminismo de algunos y el obstruccionismo de otros, la ventana para lograr un pacto social que legitime nuestras instituciones parece cerrarse cada día más.

En vez de eso, tenemos un espantapájaros en llamas, como un Judas acusado de ser el causante de todos los males.

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